Diez años después de los atentados de Al Qaeda contra varios objetivos en territorio estadounidense, es conveniente repasar algunas conclusiones que hoy parecen indiscutibles. Los fanáticos terroristas que secuestraron los cuatro aviones que el 11 de septiembre de 2001 se transformaron en misiles de ataque desencadenaron una compleja cadena de acontecimientos cuyos efectos todavía se hacen sentir hoy.
Aunque los ojos del mundo se centren en el monumento que el próximo domingo será inaugurado en Nueva York, recordando los nombres de los muertos en las Torres Gemelas, las víctimas ocasionadas como consecuencia de estos atentados superan con mucho los tres millares de personas allí fallecidas. Varios centenares de miles de seres humanos han ido muriendo después en Afganistán, en Irak, en Pakistán; se entremezclaron paisanos inocentes, soldados y terroristas, niños y ancianos, insurgentes y policías, de diversas y muy numerosas procedencias: españoles, italianos, árabes, etc. Son mucho más numerosos los que resultaron heridos o traumatizados, los que perdieron familiares y amigos, los que se envenenaron con las más dañinas esencias del odio y la venganza. Se reprodujeron, posteriormente y a menor escala, a modo de réplicas sísmicas, otros atentados multitudinarios, como los de Madrid y Londres, que también han contribuido a un aumento de la tensión y han fomentado nuevas espirales de resentimiento y cólera.
En unas penosas declaraciones recientemente publicadas, el expresidente Bush resume sus reacciones en aquella fatídica mañana. Dice que pensó que el choque del primer avión contra una de las torres podía ser debido a un accidente. Pero al ser informado del segundo impacto, entendió ya que se trataba de un ataque contra EEUU. Cuando el tercer avión secuestrado se estrelló contra el Pentágono, lo asumió como una "declaración de guerra". Estas son las palabras clave.
Ni siquiera ahora Bush parece capaz de percibir que la conclusión a la que llegó le impulsó a su más nociva decisión. En la misma entrevista afirma que hizo lo que creyó mejor para proteger al país y destruir a los atacantes. Así que, en vista de eso, declaró la "guerra contra el terror" a la que, en un principio, incluso llegó a denominar "cruzada". Posiblemente se trata de uno de los errores históricos más graves observados en la política internacional durante los últimos tiempos. Es el germen de lo que vino después, porque se pretendió crear una nueva doctrina antiterrorista que, abandonando las vías hasta entonces usuales en todos los países que venían combatiendo el terrorismo, hizo sonar los tambores de guerra como si en vez de enfrentarse a una difusa y peligrosa organización terrorista tuviera ante sí las divisiones acorazadas de Stalin.
Son bastantes los analistas que apoyan la decisión de atacar a Afganistán y rechazan como irracional el trasladar la guerra a Irak. Aducen que la ONU aprobó la ofensiva contra los terroristas de Al Qaeda en sus bases afganas, pero solo tras un burdo engaño perpetrado por EEUU ante el Consejo de Seguridad se pudo organizar la invasión de Irak para descubrir y destruir sus inexistentes armas.
Creo, por el contrario, que no existe una diferencia fundamental entre ambas guerras. Un atentado terrorista no legitima a quien lo ha sufrido para agredir a un país que no le ha declarado la guerra, como era Afganistán. Salvando las distancias, es como si los cazabombarderos de la Aviación española hubieran atacado las bases de los terroristas de ETA en el sur de Francia, tras el brutal atentado que sufrió el Hipercor barcelonés en 1987. Ni Francia era responsable de la salvajada etarra, ni el pueblo afgano debía ser castigado por el atentado planeado en su país por unos saudíes que salieron desde Alemania hacia EEUU para llevar a cabo su fechoría.
Los Estados modernos tienen muchos modos de luchar contra el terrorismo sin necesidad de izar la bandera de combate y llamar a zafarrancho. Son los instrumentos propios de la seguridad interior del Estado los primeros que han de entrar en acción cuando el terrorismo actúa, no sus fuerzas armadas. Bush no lo creyó así ni los halcones que entonces gobernaban EEUU desde la Casa Blanca y el Pentágono. Siguiendo una vieja tradición estadounidense, la guerra fue el instrumento predilecto. Añade ignominia al error la circunstancia, ahora conocida, de que un mal entendimiento entre la CIA y el FBI permitió a los terroristas del 11-S pasar inadvertidos, con lo que la guerra vino torpemente a paliar la incompetencia previa de los órganos de seguridad.
EE.UU. no solo no ha ganado la guerra contra el terror, sino que se ha debilitado económicamente por los ingentes dispendios bélicos; políticamente, porque la solidaridad mundial que los atentados suscitaron al principio fue pronto ahogada por la arrogancia imperial, el menosprecio de los derechos humanos y la reiterada violación de la legislación internacional. La autoridad moral de EEUU fue una de las primeras víctimas de la guerra alegremente declarada por Bush ahora hace diez años.
Publicado en CEIPAZ el 7 de septiembre de 2011
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