Un artículo publicado el pasado mes de abril en The New England Journal of Medicine, la prestigiosa revista de la Sociedad médica de Massachussets, concluía así: “Desde los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy [ambos en 1968], han muerto más civiles estadounidenses por arma de fuego que todos los soldados caídos en combate, desde la Guerra de Independencia [1775] hasta hoy. Estamos aprendiendo a vivir con nuestros automóviles con riesgos cada vez menores; la política pública sanitaria debería ayudarnos también a reducir el riesgo de convivir con nuestras armas”.
Dos son los aspectos de interés que suscita el texto citado: la enorme sangría en vidas humanas que en EE.UU. causan las armas de fuego personales y la comparación de los riesgos voluntariamente asumidos por una cultura que venera a la vez armas y automóviles, instrumentos que en sí mismos encierran serios peligros para la población.
Sin embargo, la forma de abordar ambos riesgos ha sido muy diferente. Se considera que uno de los mayores éxitos del siglo XX ha sido la notable reducción de las muertes causadas por el tráfico rodado. Esa lucha incesante se ha planteado respondiendo dos cuestiones: ¿Cuál fue la causa del accidente? ¿Qué es lo que produjo las lesiones o la muerte?
Esta doble vía llevó en un principio a reforzar las exigencias sobre los conductores, pues pronto se advirtió que la principal causa de choques, vuelcos y accidentes eran los errores del conductor o sus acciones inapropiadas. Por otro lado, profundizar en la causa directa de las lesiones hizo centrar la atención en los aspectos mecánicos de los vehículos y de las vías de circulación. En los últimos años, la seguridad inherente al automóvil ha venido aumentado espectacularmente y también el trazado y construcción de las carreteras.
Los expertos opinan que los conductores de hoy no son peores ni mejores que los de hace 50 ó 60 años. Si son más precavidos respecto al consumo de alcohol, a causa de la mayor severidad que se ejerce para castigarlo, surgen a la vez nuevos motivos de peligro al volante, como el extensivo uso de los teléfonos móviles o el aumento del estrés personal como consecuencia de la crisis económica. Pero la mejora en los dos factores antes indicados ha reducido la siniestralidad en las carreteras.
En EE.UU. se estudia ahora cómo trasladar tan eficaz sistema de protección al candente aspecto de las armas de fuego domésticas. En resumen, existe ahora menos peligro al volante a causa de varias decisiones tomadas con ese fin: una legislación clara, con multas y castigos por todos conocidos; medidas para disminuir o reducir con rapidez los errores(como las bandas sonoras en las autovías) y para dificultar la conducción imprudente (como los resaltos o badenes); lograr que, aunque el conductor cometa errores o viole las normas, se reduzca la gravedad de las lesiones (como ocurre con los cinturones de seguridad, los airbags y otras ayudas a la conducción).
¿Cómo aplicar estos conceptos a la reducción del riesgo que implican las armas de fuego? Éstas producen en EE.UU. un promedio diario de 85 víctimas mortales. Aunque en este país el índice de asaltos, robos y atracos no es muy distinto al de otros países desarrollados, supera a todos los demás en el número total de armas en manos de los ciudadanos, en la ineficacia de su débil legislación para controlarlas y, sobre todo, en el número de homicidios, suicidios y accidentes producidos por las armas de fuego domésticas.
El principal obstáculo para abordar de modo racional la regulación de las armas de fuego no está en el modo de controlar quién las compra, cómo las usa y conserva, y ni siquiera en fabricar armas mejores y más fiables. La dificultad estriba en que sería necesario cambiar toda una cultura popular de afición por las armas. Cultura que está protegida por una poderosa asociación (la NRA), con gran capacidad para ejercer presión sobre la política nacional, y reforzada por los intereses de los fabricantes de armas.
En una reciente reunión de la NRA, un dirigente proclamó: “¿Cuántos bostonianos no hubieran deseado tener un arma en la mano hace dos semanas [cuando se produjo el atentado de la maratón]?”. Insistía en proclamar que los corredores y el público se hubieran sentido más seguros si hubieran empuñado sus armas en cuanto explotó la primera bomba. Lo que, desde nuestro punto de vista, parece una irracional y absurda sugerencia, no lo es para quienes se consideran “el mayor ejército de la libertad, su mejor y más brillante esperanza”: los socios armados de la NRA.
Para bastantes estadounidenses, la cima política de la libertad, alcanzada por los “padres fundadores”, fue darles el derecho a poseer armas, derecho frente al que los demás artículos de la Constitución están subordinados. Para ellos, ni la policía ni los ejércitos les protegen del terrorismo: solo lo pueden hacer los ciudadanos libremente armados. Difícil se le presenta el problema a Obama. Mediante la legislación se pueden modificar ligeramente algunos comportamientos de la población, pero no se puede cambiar toda una cultura tradicional y arraigada, como es en EE.UU. el culto a las armas de fuego personales.
República de las ideas, 24 de mayo de 2013
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