En 1733 publicó Jonathan Swift (el autor de Los viajes de Gulliver) un breve opúsculo titulado El arte de la mentira política. En él se define la mentira política como “el arte de hacer creer al pueblo falsedades saludables y hacerlo a buen fin”. Que la mentira tenga un “buen fin” no quiere decir que propenda a algo intrínsecamente bueno sino que satisfaga los deseos de quienes, por profesión, se dedican a este sutil arte, que por lo general son siempre los miembros de la clase gobernante.
Para un lector de hoy no deja de ser significativa la alusión que el autor hace a la guerra, como actividad política muy apta para generar mentiras: “Sin un gran número de esas falsedades saludables -opina Swift- no habríamos alimentado tanto tiempo la guerra”. Se refiere a la Guerra de Sucesión Española, por la que el pueblo inglés no sentía mucho entusiasmo y en la que España perdió Gibraltar y Menorca, pero que satisfacía los intereses del partido whig (los futuros liberales).
Tiene también un estrecho paralelismo con otras situaciones actuales lo que se refiere a las que él llama mentiras para aterrorizar, una de cuyas reglas básicas consiste en “no enseñar al pueblo con demasiada frecuencia objetos terribles, no sea que acabe acostumbrándose a ellos” (¿No piensa el lector en las armas de destrucción masiva?). Respecto a otro tipo habitual de mentira política, el que tiene por objeto “animar y enardecer al pueblo”, aconseja no “sobrepasar los grados habituales de verosimilitud”, que sean “variadas” y no “insistir obcecadamente en una misma y única mentira”.
Si hasta aquí he hecho, para conocimiento del lector, un breve extracto de este sencillo manual de teoría política, que en algunos momentos roza aspectos tocados por Maquiavelo en forma didáctica y por Orwell de manera predictiblemente novelesca, un curso completo sobre la práctica de la mentira política se está desarrollando en Londres durante las sesiones del llamado “comité Chilcot”, que investiga la participación británica en la Guerra de Irak. La lección principal sobre el arte de la mentira política ha corrido a cargo de la señora Eliza Manningham-Buller, que dirigía los servicios secretos internos (el denominado MI5, equivalente en cierta forma al FBI estadounidense) durante la época de Tony Blair.
Lejos de coincidir con las alucinaciones de Bush en su febril guerra total contra el terrorismo, la directora afirmó que esa guerra había aumentado significativamente la amenaza terrorista en Inglaterra. Alegó que la amenaza que suponía Sadam Hussein antes de la invasión era pequeña, pero que la eliminación del dictador proporcionó a Osama Ben Laden una útil cabeza de puente en Irak y radicalizó a la juventud musulmana británica.
Sobre el peligro que las supuestas armas nucleares iraquíes presentaban en combinación con la actuación de grupos terroristas, declaró: “No era una preocupación a corto ni a medio plazo ni para mí ni para mis colegas”. Las invasiones de Irak y Afganistán sí contribuyeron a radicalizar a toda una generación musulmana que interpretó esas guerras como “un ataque contra el islam”.
Afirmó que no existían pruebas de la implicación de Iraq en los atentados del 11-S contra EEUU, en lo que la propia CIA estaba de acuerdo. Fue precisamente esto lo que impulsó al Secretario de Defensa de EEUU, Rumsfeld, a organizar un nuevo servicio de inteligencia que le resultase más manejable y obsecuente que la CIA.
El grupo de trabajo establecido en Washington, para coordinar los servicios de inteligencia de EEUU, le pareció a la directora del MI5 “falible”; dijo también que no había analizado a fondo el problema de Iraq y que la información utilizada para invadir este país fue “improvisada”. Al solicitarle el presidente del comité una impresión final de conjunto, declaró que lo más importante a reseñar era “el peligro de entrar en guerra basándose en informaciones incompletamente elaboradas”.
Tanto al pueblo británico engañado por Blair, como a los estadounidenses manipulados por Bush o los españoles que creyeron a Aznar a pie juntillas, Jonathan Swift no hubiera dudado en calificarlos de pueblos crédulos, que aceptaron “falsedades saludables” con el buen fin de apoyar los innumerables intereses existentes en torno a ambas guerras, intereses que a ellos no les producían ventajas sustanciales, pero sí a los artistas que manejaron a su gusto el Arte de la mentira política.
Publicado en República de las ideas el 13 de agosto de 2010
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