Un profesor de la escuela de periodismo de la Universidad de Berkeley (California), Adam Hochschild, escribía recientemente lo siguiente: "En comparación con los ciudadanos de otros 22 países de alto nivel económico, los estadounidenses tienen diez veces más probabilidades de morir por arma de fuego. Solo en los últimos 50 años han muerto tiroteadas en EE.UU. más personas civiles que todos los que han muerto de uniforme en todas las guerras de la Historia de esta nación".
Cada vez que un ametrallamiento masivo sacude los sentimientos del pueblo estadounidense, se multiplican las declaraciones de políticos, surgen manifestaciones populares, se escriben libros y artículos que intentan, por lo menos, explicarse esta sangrienta anomalía nacional y reforzar la débil esperanza de que alguna vez la maldición sea conjurada. Es muestra de esto la trágica narración de una profesora, comentada el pasado 8 de marzo en estas páginas.
En uno de esos libros (Armed in America, de Patrick J. Charles) nacidos de la preocupación por el peculiar fenómeno social estadounidense se lee: "Tras cada uno de esos horrendos ametrallamientos masivos, como el que acabamos de observar en Parkland, la NRA [Asociación Nacional del Rifle] no solo vuelve a hablar sobre los tipos buenos armados que paran los pies a los tipos malos armados, sino que aumentan espectacularmente la venta de armas y el valor de las acciones de las empresas que las fabrican. Sin embargo, solo una minúscula parte de los más de 30.000 estadounidenses que anualmente mueren por arma de fuego lo hacen en un atentado masivo. Cerca de dos terceras partes son suicidios; el resto, simples homicidios, y unos 500 son accidentes. Además, otras 80.000 personas sufren heridas de bala cada año". Resulta evidente que estas aterradoras cifras serían mucho menores si en EE.UU. no hubiera más armas que personas y si aquéllas no estuvieran fácilmente al alcance de cualquiera.
Pero no basta con constatar la realidad si no se entienden las raíces del problema, que se hunden en una historia donde las armas fueron parte esencial del espíritu de la frontera y cuya mística ha seguido creciendo al paso del tiempo. En una revista deportiva de 1912 se leía: "En un país donde cada individuo lleva colgando del cinturón su propio sheriff, juez y verdugo, se logra la total liberación frente a la inquietud por los pequeños delincuentes".
Una antropóloga y defensora del movimiento indígena en EE.UU., Roxanne Dunbar-Ortiz, incide también en el tema con un libro, Loaded, donde tras poner en duda lo que realmente significa la famosa "Segunda enmienda" de la Constitución y el presunto derecho a portar armas, rememora la mítica leyenda de los héroes del Lejano Oeste (cazadores y defensores de la frontera) y la influencia que ejerce sobre los actuales adoradores de las armas.
Pero no se detiene ahí. Algunos excombatientes de las guerras irregulares (Vietnam, Centroamérica, Irak o Afganistán), se acostumbraron a no distinguir entre el enemigo armado y la población civil. El general Taylor, embajador de EE.UU. en Vietnam, cuando pedía más refuerzos decía que eran "para expulsar a los indios del fuerte y que los colonos puedan plantar maíz".
Para completar el panorama, hay que considerar la aparición y la actividad de distintas "milicias" que se han mostrado en muchas manifestaciones de la ultraderecha racista y sudista, vistiendo atuendos paramilitares y exhibiendo armas de todo tipo, como se observa en la imagen. La llegada de Trump al poder las ha reanimado; existían 165 grupos en 2016 y en 2017 eran ya 273. Con la consigna "¡Nos quieren quitar las armas!" han tenido eco en las zonas más deprimidas del país. "Cuando las urnas no funcionan -dicen- abrimos las cajas de munición", para impedir que EE.UU. sea invadido por refugiados, gobernado por la ONU y regido por la sharía.
Hoschschild llega a temer que si Trump se ve obligado a abandonar la Casa Blanca o si es derrotado en 2020, la situación puede volverse muy tempestuosa porque intentará de cualquier modo excitar y convocar a sus seguidores, con acusaciones de amañamiento de las elecciones si las pierde. Para esos fanáticos armados y organizados en milicias de la extrema derecha, eso sería la prueba de una conspiración y es dudoso que aceptaran sin protestas la marcha de Trump o la sufrieran sin deseos de venganza.
La peliaguda cuestión del derecho personal a portar armas en EE.UU. es mucho más complicada de lo que aparece a simple vista y su control depende de muchos aspectos enraizados en gran parte de la población, que no se resuelven con un plumazo legal ni ante el temor a futuras matanzas indiscriminadas en cualquier momento y lugar. Parece ser la condena que arrastra EE.UU. como consecuencia de la violenta conquista por las armas de fuego de lo que hoy es su territorio nacional y el exterminio de gran parte de los habitantes originarios.
Publicado en República de las ideas el 29 de marzo de 2018
Comentarios
Hay solución al problema, como muy bien la razona James Petras en este artículo.
Un abrazo, Alberto
El gran negocio y la cultura de las armas en Estados Unidos Economía política de las masacres
James Petras Rebelión
Cada año más de 30.000 ciudadanos de Estados Unidos pierden la vida a causa de disparos. Cada mes, en patios escolares, discotecas, salas de concierto, centros de trabajo y lugares públicos, personas inocentes son exterminadas por asesinos que manejan potentes armas semiautomáticas compradas legalmente. La Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas inglesas), una organización con 3 millones de afiliados, apoya y promociona el acceso libre a armamento militar. La inmensa mayoría de legisladores, presidentes y jueces de EE.UU. es partidaria de la posesión de esas mismas armas que causan las masacres.
¿Por qué el sistema político estadounidense se lamenta de la frecuencia con que se producen atentados masivos y sin embargo respalda el proceso político que hace posibles las matanzas? El volumen, alcance y duración de las masacre requiere que examinemos las características sistémicas a gran escala y largo plazo de la economía política estadounidense.
Política bélica: Las masacres en el exterior como símbolo del “heroísmo americano”
El gobierno de EE.UU. ha participado en multitud guerras sangrientas en las que ha masacrado a millones de civiles –incluyendo familias enteras en sus casas– que no suponían ninguna amenaza para el pueblo estadounidense. Las guerras representan el triunfo de la destrucción y la muerte como modo de promover los programas políticos de Estados Unidos. Se rinde honores a los criminales de guerra. Los conflictos políticos y problemas sociales internos se resuelven destruyendo a adversarios inventados y a naciones enteras.
En una economía política en la que las masacres perpetradas en el extranjero son dirigidas por líderes elegidos democráticamente, ¿quién va a cuestionar el comportamiento de un “vecino sociópata” que se limita a seguir el modo de actuar de su presidente? Este hecho no debería sorprender a nadie: las masacres al por mayor en el exterior promovidas por nuestros dirigentes se reproducen en las masacres al por menor en el interior desencadenadas por el “chiflado local”.
Los medios de comunicación: Hablan las armas, los asesinatos resuelven y los medios se enriquecen
Todos los días, a todas horas, en todos los medios de comunicación, las armas y las matanzas dominan las mentes, los pensamientos y las fantasías (o las pesadillas) de los espectadores, especialmente de los millones que absorben el “mensaje”. Las películas, los programas de televisión y los videojuegos están plagados de conflictos que se resuelven por las armas, matando víctimas, ya sean policías o civiles. Los problemas se resuelven mediante la violencia.
El mensaje de los medios de comunicación es que las masacres logran victorias. Las guerras y los asesinatos se reproducen en multitud de escenarios: hogares, edificios públicos, escuelas, centros de trabajo, calles y plazas. Las guerras y las masacres son un elemento esencial de este sistema político y los medios de comunicación aseguran que penetren en la mente de las masas y se normalicen.
La economía
Las armas que se utilizan en las masacres son un negocio muy lucrativo. Los fabricantes, vendedores al por mayor, vendedores al por menor y clubs de armas así como las instituciones policiales y militares prosperan en este mercado libre del asesinato. Los dirigentes políticos utilizan la economía que se mueve alrededor de las armas para financiar sus campañas electorales. Los políticos ven con buenos ojos las guerras, la industria armamentística y las asociaciones pro-armas, con lo que perpetúan las condiciones para que se produzcan las masacres. Las grandes empresas están protegidas de los asesinatos internos. ¿Por qué iban a preocuparse los ejecutivos y las élites políticas de las matanzas que se producen en las escuelas públicas si sus propios hijos están a salvo en sus caros colegios privados? Al fin y al cabo, están en juego los votos y los beneficios. Solo los “fracasados” envían a sus hijos a peligrosas escuelas públicas. Los “triunfadores” tienen alternativas más seguras…
Soluciones
Para hacer frente a la epidemia de matanzas masivas es esencial efectuar cambios en la economía política.
1. Reemplazar las políticas de guerras imperiales por el fomento de la diplomacia, las negociaciones y la resolución pacífica de los conflictos.
2. Reemplazar la cultura de las armas presente en los medios de comunicación por los valores culturales de la solidaridad en comunidades seguras y comprometidas con lo público.
3. Reemplazar la obsesión de los civiles por poseer armas militares con una visión de la propia vida edificada en torno a un ambiente saludable compartido por vecinos comprometidos socialmente.
4. Prohibir o regular los clubs de armas y las milicias. Abolir la venta del armamento militar que se utiliza en estas carnicerías. Las armas empleadas en tiro deportivo y en la caza son diferentes de las armas de guerra utilizadas para masacrar a docenas de niños apiñados en sus aulas.
Planteamientos falsos y verdaderos sobre las masacres
El presidente Trump ha propuesto armar a los profesores para “solucionar” las matanzas en la escuela. Se trata de una opción descabellada que solo agravaría la proliferación de armas, estimularía nuevas carnicerías, socavaría el papel de los maestros como educadores y crearía nuevos “modelos” para potenciales futuros asesinos. La propuesta de Trump también pone de manifiesto el profundo desprecio de su administración por el papel que tienen la educación pública y los educadores públicos en la construcción de una sociedad sana. Su propensión a culpar a las víctimas (“si los maestros estuvieran armados…”) es una muestra del grotesco darwinismo social inherente a su ideología y de su interés por destruir por completo el sector público. Los hijos de la élite y de los políticos no tienen que asistir a clases de matemáticas o de francés a cargo de profesores armados. Según la lógica de Trump y de la élite empresarial y política, los tiroteos en las aulas de las escuelas públicas simplemente subrayan la necesidad de disolver los Departamentos de Educación de todos los niveles, así como los demás servicios públicos de esta nación.
Los profesores deberían poder concentrarse en educar a sus alumnos sobre cómo ser ciudadanos productivos y competentes que valoran la comunidad y la cooperación por encima de las armas y la guerra. Deberían graduar estudiantes capaces de evaluar críticamente el papel de los medios de comunicación en la promoción de la violencia. Deberían fomentar en sus alumnos habilidades cívicas que les llevaran a movilizarse contra líderes políticos que han aceptado sobornos (“donaciones”) de sectas de la muerte como la Asociación Nacional del Rifle.
Para detener la violencia, los dinamizadores comunitarios pueden boicotear a las empresas que proporcionan apoyo político y material a quienes promueven la guerra, a las milicias y a los extremistas armados.
Sería necesario aprobar leyes nacionales para limitar las armas de fuego a parcelas y eventos bien definidos, como los clubs de tiro o la caza.
Los propietarios de armas deberían obtener los permisos de uso según estrictos criterios psicológicos y tener que renovar dichos permisos con frecuencia. El ejército debería informar a las autoridades civiles locales de cualquier conducta violenta y criminal de los soldados que dejen el ejército. No pueden liberar una “bomba de relojería” en medio de la población a la que han jurado proteger así como así. La enfermedad mental es un asunto de salud pública y debería incrementarse la partida presupuestaria destinada a financiar hospitales e instalaciones en las que identificar y tratar a los individuos que lo necesiten. Estos enfermos no deberían entrar y salir de las cárceles o ser arrojados a las calles.
Los vendedores de armas y las exhibiciones de armas tendrían que estar regulados y obligados a seguir protocolos estrictos bajo amenaza de sanciones.
Los cazadores deberían usar armas apropiadas para el tipo de caza que practican. Las armas semiautomáticas no son las indicadas para cazar ciervos, conejos o pavos. Pero se utilizan para cazar y para matar a seres humanos, incluyendo a niños desarmados en sus aulas.
Conclusión
Es posible poner en marcha cambios culturales, políticos y económicos, pero para ello es preciso que las luchas populares se mantengan en el tiempo. Mientras tanto, deberían implementarse reformas a corto plazo para regular y reducir la frecuencia y mortandad de las masacres locales.
Es preciso divulgar y rectificar el protocolo por el cual la policía acordona el perímetro de las matanzas, impidiendo que entren rápidamente los primeros equipos médicos que acuden a estabilizar a los heridos al tiempo que se protege a sí misma (un proceso que puede prolongarse durante una hora y provocar muertes innecesarias por pérdida de sangre). Mientras los equipos SWAT* se preparan y “aseguran el perímetro”, con una serie de maniobras coreografiadas para asegurar la “protección de la fuerza”, (un eufemismo que significa “proteger a la policía”), se desperdician los “minutos de oro” en que se podría estabilizar a las víctimas. Si los heridos recibieran rápidamente primeros auxilios y pudieran ser inmediatamente transferidos a los hospitales para someterse a cirugía de emergencia y transfusiones de sangre, muchas de las víctimas se salvarían. Es un escándalo la terrible tasa de mortalidad de estos tiroteos (el 100% en el caso de los niños y profesores de la Escuela Primaria de Sandy Hook**) especialmente si tomamos en cuenta lo poco que se reflexiona sobre ello posteriormente. Parece claro que los jueces y la policía locales y estatales ocultan información sobre el efecto que tiene impedir la entrada rápida de equipos médicos de emergencia. Es imprescindible que se realice una investigación independiente sobre el retraso deliberado de la policía en permitir la asistencia inmediata que salva vidas.
Prácticamente todos los tiroteos producidos en escuelas que han terminado en masacres los cometen individuos a quienes la policía o la comunidad conocen por su comportamiento imprevisible y maltrato familiar. El hecho de que la policía local o la familia conocieran que estos individuos dementes y homicidas tenían acceso a armamento militar y no actuaran, a pesar de las quejas recibidas al respecto, exige que una investigación independiente a escala estatal y federal. Es preciso reforzar las leyes o estatutos relacionados con la hospitalización o detención preventivas de estos individuos inestables y violentos. Es preciso nombrar una comisión nacional que investigue la situación de los tratamientos de salud mental en Estados Unidos y los recursos destinados para ello. En vez de pedir a los profesores que vayan armados, hay que mantener instituciones cualificadas de salud mental. No basta con encerrar a los enfermos mentales en cárceles locales por pequeñas faltas y luego volver a ponerlos en la calle sin ofrecerles ninguna asistencia.
Es preciso apoyar la enseñanza pública y a sus profesores. Hay que terminar con décadas de políticas que debilitan servicios públicos como la educación, y potencian la “libertad de elección de escuela”, —un eufemismo para decir enseñanza privada— convirtiendo la educación en un privilegio para ricos en vez de un derecho de los ciudadanos. En lugar de un único profesor (preferiblemente armado, según el presidente Trump y la NRA) para dar clase a cuarenta alumnos, cada aula debería contar con tres profesores competentes que trabajaran en equipo para asegurar el progreso de los estudiantes en las diversas asignaturas necesarias para llegar a ser en un futuro ciudadanos libres y productivos. Es un escándalo que el Departamento de Educación y la Secretaria de Educación hayan mantenido silencio y permanecido ausentes tras las frecuentes masacres de estudiantes. Pero tampoco resulta extraño si consideramos las prioridades de sus altos cargos, procedentes de la élite y, en el caso de la secretaria actual Betsy DeVos, de la clase de los multimillonarios. Nunca han puesto un pie en una escuela pública. Sus hijos reciben “educación en casa” con tutores privados o asisten a elitistas academias privadas. Sus programas contrarios a la enseñanza pública reflejan su hostilidad ideológica hacia el propio concepto de bienestar social. Las palabras de Trump culpando a los profesores por no ir armados en el aula muestran claramente su desdén por la enseñanza pública y por las familias de clase trabajadora y media que confían sus hijos a la educación pública en todo el país.
Estos sucesos tienen lugar en el espacio público, un espacio a disposición de todos los ciudadanos que debería ser seguro. La escuela pública ha sido uno de los cimientos en los que se basaba la creación de una ciudadanía libre y productiva. No es casualidad que las masacres de jóvenes tengan lugar exclusivamente en escuelas pública. Los valiosos hijos de la élite están a salvo en sus hogares-fortaleza y en escuelas privadas superselectas, atendidas por profesores altamente cualificados, que pueden dedicarse a enseñar sin preocuparse por si alguien esconde un arma o por la aparición repentina de un pistolero. Sus hijos tienen el futuro garantizado.
Pero la situación de los hijos de clase media y trabajadora es mucho más incierta. El acceso a la educación de calidad ha dejado de ser un derecho y un deber para los ciudadanos. En el mejor de los casos, los jóvenes pueden “acceder a préstamos para la educación” con tipos de interés usurarios que les encadenan a décadas de servidumbre por deudas, mientras los estudiantes de clase alta tienen libertad para seguir una carrera y desarrollar su talento. Mientras continúen deteriorándose las perspectivas de futuro de los jóvenes, con el traspaso masivo de riqueza nacional a las élites, estas masacres, los suicidios y las muertes por sobredosis no pararán de aumentar. Todo esto ocurre en un contexto sociopolítico: las decisiones deliberadas tomadas desde arriba generan horror y caos en la base.
Existe un sustrato de clase en las pesadillas que atenazan a los padres, profesores y estudiantes de clase media y trabajadora de todo el país. Seguridad, educación de calidad y sanidad de calidad son, cada vez más, dominio exclusivo de la élite. Las políticas dirigidas por esta, que se iniciaron en el reinado del presidente Ronald Reagan, han orquestado la disolución de las instituciones públicas de salud mental y el alta masiva de individuos inestables y vulnerables, al tiempo que violentos, en comunidades que no están preparadas para ello. Quienes sufren las consecuencias de dichas políticas no significan nada para la élite, aunque asistan a sus funerales para hacerse la foto. Las políticas dirigidas por las élites de los presidentes Bill Clinton, George Bush hijo, Barack Obama y Donald Trump no han dejado de promover el desmantelamiento del sector público y la privatización de la riqueza y de las instituciones de la nación.
La tremenda reducción de impuestos provocada por la ley fiscal de Donald Trump representa una ganancia inesperada de más de un billón de dólares para la clase inversora (la élite financiera) a costa de las instituciones públicas y la red de seguridad que dan servicio a las clases media y trabajadora. La mayor incidencia de asesinatos en masa, así como el lugar donde se producen y la identidad de las víctimas, no son fruto del azar: están definidas por la clase y son reflejo de la pérdida de poder ciudadano. Los ganadores de esta lucha de clases derraman lágrimas de cocodrilo para la foto mientras en privado ridiculizan a las familias de las víctimas por confiar en las instituciones públicas.
Las decisiones tomadas desde arriba que han producido esta epidemia de masacres en las escuelas públicas, así como otras epidemias paralelas de suicidios y sobredosis entre las clases media y trabajadora, han beneficiado enormemente a la élite. Los multimillonarios y los donantes de ambos partidos políticos no tienen motivo alguno para dar marcha atrás y poner en marcha reformas o programas destinados a recuperar los derechos de los ciudadanos y el espacio público. Solo los amigos, familias y vecinos de las víctimas de clase media y baja, a quienes en privado se considera “fracasados que deciden enviar a sus hijos a instituciones públicas”, pueden unirse para cambiar todo esto y recuperar la justicia social y económica que rinda homenaje a los muertos inocentes y ofrezca un futuro digno y justo para sus hijos. No se trata de armar a los profesores o de envolver a los alumnos pequeños en “mantas a prueba de balas”, mientras la élite nos culpa de nuestro sufrimiento desde la seguridad de sus mansiones. Comprender el sustrato de clase de esta crisis nos ayudará a levantar los cimientos de las soluciones reales.
Notas:
* SWAT, unidad de élite incorporada a diversas fuerzas de seguridad, especializada en operativos de alto riesgo y dotada de equipos muy sofisticados.
**Tiroteo masivo en la escuela de Sandy Hook, Connecticut, en diciembre de 2012, que produjo 26 muertos (20 de ellos, niños de 6 y 7 años). Fue el más mortífero de los habidos en escuelas primarias o secundarias en la historia del país.
Escrito por: Luis.2018/03/30 18:05:22.504456 GMT+2
Por desgracia lo irracional supera a lo racional