La oleada de revueltas populares en varios países del mundo islámico, aparte de poner a prueba a tantos oráculos y comentaristas políticos que se esfuerzan por pronosticar lo impredecible (tentación a la que intenta resistirse quien firma este comentario), ha servido, por lo menos, para valorar algunas prácticas políticas del pasado y señalar errores y culpabilidades. Todo ello con la esperanza, quizá vana, de aprender de los primeros, para evitar su repetición, y de exigir por éstas las debidas responsabilidades.
La conclusión que estimo más destacada, que enciende una luz de optimismo en un panorama mundial en el que todo parece inducir al pesimismo (económico, político, medioambiental y social), es que todavía es posible que un pueblo irritado, prácticamente ignorado por la comunidad internacional, sin ocultas conspiraciones externas que le ayuden o le inspiren, haya sido capaz de deshacerse por sus propios medios de un abominable gobierno opresor y corrupto. Todo parece indicar que nadie había observado la presión que había alcanzado la caldera tunecina. Ni los más avezados servicios secretos de esos países que tantos recursos despilfarran en sus espías, ni las recepciones de las embajadas asentadas en la capital de ese bello rincón mediterráneo habían podido atisbar lo que se estaba fraguando.
El ahora depuesto presidente Ben Ali había venido siendo, justo hasta entonces, amigo y fiel aliado de las principales potencias occidentales. Incluso cuando sus esbirros policíacos empezaban a experimentar dificultades para mantener a raya a los airados tunecinos que estaban adueñándose de la calle, Francia, la "dulce" Francia, la cuna de las libertades y el secular paraíso de los que huían de las tiranías, prometió al presidente tunecino su eficaz ayuda para reforzar los medios de represión y violencia y así poder mantener el "orden público". De ese modo, se podría evitar que los turistas europeos tuviesen que abandonar las soleadas playas, lo que inicialmente parecía ser la principal preocupación de sus respectivas cancillerías. Éstas, incluyendo la española, antes que encontrar tiempo para valorar positivamente la democrática y valiente actitud del pueblo, se preocuparon, sobre todo, por desaconsejar a sus ciudadanos que viajasen a Túnez.
La Unión Europea, como siempre, tarde y a destiempo, no abrió la boca. Ésta pertenece ahora en exclusiva a la "Alta representante para la política exterior de la Unión Europea" (tal es el título oficial de la baronesa Ashton en el complejo organigrama europeo), que no dijo esta boca es mía durante muchos días. Esperó a que el conflicto se extendiera, a que El Cairo empezara a hervir y que el eco de las balas que silbaban en sus calles resonara en los despachos bruselenses, para esbozar una tímida protesta y balbucear un par de lugares comunes.
El ejemplo tunecino se ha difundido, extendiéndose como la pólvora. El joven que el pasado 17 de diciembre se inmoló a estilo bonzo para protestar porque la policía le había confiscado su tenderete callejero de venta de fruta, ha sido el fulminante que hizo saltar a sus compatriotas. Su explosión acabó con el régimen político tunecino, amenaza ya a otros no muy distintos y, al escribir estas líneas, ha puesto en jaque al gobierno egipcio de Mubarak.
Éste se resiste a abandonar el poder, sabedor de que durante largos años ha sido el fiel peón de Washington en una región tan compleja y sensible como es Oriente Próximo, y consciente, además, de que su principal apoyo en la zona proviene de Israel, cuyo Gobierno prefiere una dictadura aliada en Egipto antes que cualquier atisbo de democracia.
Sea cual sea el desenlace de la crisis egipcia, o la intensidad de los ecos que la revuelta tunecina pueda hacer sonar en Marruecos, Yemen, Siria, Jordania u otros países donde la democracia sigue siendo ignorada en la práctica, lo que el pueblo de Túnez ha conseguido hasta hoy no debe olvidarse. Es un verdadero hito histórico del que existen muy pocos precedentes, dadas las circunstancias en que tuvo lugar.
En Túnez, esta antigua provincia romana en cuyo pasado todavía resuenan los ecos del militarismo de Cartago, no debería ser extraña la práctica imperial de erigir arcos triunfales en honor de los generales y los ejércitos que regresaban victoriosos desde las fronteras del Imperio.
Pero hoy, tras el triunfo del pueblo tunecino sobre la opresión dictatorial de sus gobernantes y sobre la vergonzosa hipocresía mostrada por esos Estados que se dicen democráticos pero que no dudan en apoyar a los tiranos, con tal de que sean "amigos", el arco de triunfo más solemne y engalanado de toda la historia (más bello que el majestuoso de París o el pretencioso madrileño de La Moncloa), es el que debería erigirse para que bajo él desfilase, orgulloso de sí mismo, el pueblo tunecino.
Publicado en CEIPAZ el 6 de febrero de 2011
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Escrito por: jesus cutillas.2011/02/10 10:13:41.507000 GMT+1