En un libro de texto de aquel bachillerato de siete años de duración, que en los años 40 estudié en el viejo Instituto vitoriano -cuyo noble y renovado edificio es hoy la sede del Parlamento vasco-, la figura que ilustraba el capítulo dedicado a la llegada de Colón al Nuevo Mundo mostraba al almirante arrodillándose ante la cruz que un clérigo hincaba en la tierra caribe, mientras que en las carabelas, fondeadas a poca distancia de la playa, se observaba, flameando al viento, la bandera roja y amarilla. Era la misma que todas las mañanas se izaba en el patio del insti (escoltada -como Cristo en el Calvario- por otras dos, emblemas de sendos partidos políticos), mientras los chavales entonábamos el “Cara al sol”, musicalmente dirigidos por el abnegado profesor de Formación del Espíritu Nacional, que vestía la camisa azul.
Nuestro espíritu nacional era objeto de intensa dedicación, tanto simbólica como lectiva (aunque vistos los resultados a largo plazo, el éxito no fue tan abrumador como hubiera podido parecer), pero la enseñanza en cuestiones históricas es evidente que dejaba bastante que desear, porque en 1492 ni siquiera existía la bandera que mostrada el dibujito. Ésta nació, tres siglos después, como consecuencia de un deseo del rey Carlos III, que quería disponer de una nueva bandera para sus buques de guerra, ya que la utilizada hasta entonces se confundía “a largas distancias o con vientos calmosos con la[s] de otras naciones”, según se lee en la Ordenanza General de 1785.
En ese documento, cuya existencia naturalmente ignorábamos los chavales de la época, se disponía que los colores de la nueva bandera fueran el “encarnado” y el “amarillo”. Pero el profe del espíritu se empeñaba en hablarnos enfáticamente de la “enseña rojigualda”, justo antes de marcar el compás inicial del himno matutino. No nos quedaba más remedio que deducir que “gualdo” era un adjetivo equivalente a “amarillo”, asunto sobre el que la profe de Literatura nunca amplió nuestros conocimientos. Así pues, igual que ocurría con el latín de las misas (o las “divinas palabras” de Valle-Inclán, que conoceríamos años más tarde), nos era obligado sospechar que tan extraño adjetivo solo se usaba para la bandera, en razón a su naturaleza casi sobrenatural, y no podía aplicarse a cosas más sencillas como, por ejemplo, la yema de un huevo frito. ¡Ah, las banderas! Apenas entrábamos en la pubertad y ya sabíamos que encerraban conceptos tan intangibles como los concernientes a la religión, y poco a poco nos íbamos enterando también de que por todo el mundo eran muchos los que morían y mataban, incluso cruelmente, impulsados por esas imprecisas ideas.
Pues también un asunto de banderas amenaza estos días con poner en peligro el futuro del pueblo afgano. De momento, ha producido ya una reacción violenta en Kabul, donde unos talibanes suicidas penetraron hasta cerca del palacio presidencial, en una de las zonas más protegidas de la capital afgana, pocos días después de que las tropas aliadas pusieran en manos del Gobierno la responsabilidad de la seguridad ciudadana.
Ocurrió que, con vistas a desarrollar conversaciones de paz en un país neutral -Catar-, el Gobierno local, a instancias de EE.UU., autorizó a una delegación talibana la apertura de una sede en la capital. Tras doce años de guerra ininterrumpida, era más que loable el esfuerzo por iniciar contactos que pudieran conducir a un diálogo de paz, para dirimir en torno a una mesa, y no en el campo de batalla, los problemas que enfrentan al Gobierno de Kabul con los talibanes.
En Doha, las autoridades locales asistieron a la inauguración de la nueva sede talibana. La reducida delegación de enturbantados afganos procedió a izar una bandera blanca con versos coránicos al son de un himno pastún. A la vez, en la fachada se colocó una placa identificativa que decía: “Oficina política del Emirato islámico de Afganistán”. La representación catarí asistente al acto aplaudió cortésmente y abandonó la escena, sin intuir lo que se avecinaba.
Pero ¡ah, símbolos y banderas! Desde Kabul, un irritado presidente Karzai protestó enérgicamente aduciendo que eso equivalía a abrir en Doha otra embajada afgana, rival de la que allí posee su Gobierno. Tras intensas discusiones telefónicas, se acordaron dos cosas: reducir la altura del mástil de la bandera, para que ésta no fuera visible desde la calle, y retirar la placa con la ofensiva inscripción. El resultado es que las reuniones todavía no se han iniciado.
Así que, por una discrepancia esencialmente simbólica, unas conversaciones de muy crítica naturaleza, de las que va a depender en gran parte el futuro de Afganistán y la política exterior de los países allí implicados, se han visto interrumpidas y quizá aplazadas sine díe, contribuyendo a prolongar la inestable situación del país.
Himnos, banderas y otros símbolos, no por todos comprensibles, siguen ejerciendo sobre la mente de muchas personas un pernicioso influjo que a menudo aparta al pensamiento de la vía racional y lo sumerge en confusos laberintos de los que no suele ser fácil salir.
República de las ideas, 28 de junio de 2013
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