La insultaron. Pretendieron agredirla. Estaba claro que era una mujer despiadada. Claro como el agua para los que siempre han vivido en el fango de la mediocridad y en el engaño constante del ruido de sables y de la calderilla que caía de los bolsillos de los señoritos. La habrían linchado. La habrían lapidado. En otro tiempo hubiera terminado en la hoguera o en el garrote vil.
¿Para qué un juicio? ¿Para qué la presunción de inocencia? ¿Para qué estudiar el caso? ¿Por qué no dejarla en manos del pueblo soberano? Soberano y ebrio. Los eructos de ese sentido particular del derecho han resonado en toda la zona. La masa caminaba entorpecida y como una cuba. Su eco pervive en la mente de una mujer a la que se le ha negado la dignidad. Era culpable antes de sentarse en el banquillo. Era una asesina antes de que la más mínima prueba así lo atestiguase. Ese pueblo zopenco, piedra en mano y cobardía moral colgando del cuello devora a los sospechosos y después se lamenta al comprobar su inocencia.
La triste monotonía y el crudo resentimiento nacido de la frustración crean seres descompuestos, irracionales y peligrosos. Cuando se juntan y el calor del sudor les agita, se convierten en una turba con instintos asesinos. Claman venganza, pero devoran sin remedio cualquier atisbo de justicia.
Los muy infelices creen que la democracia es simplemente acudir cada cuatro años a jugar a las urnas.
¡Qué asco!
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