El Gobierno ha concedido la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo a Rocío Jurado. La vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega ha dicho que con esta medalla «va el cariño del Gobierno, que es sin duda el de la inmensa mayoría de los españoles».
No sé qué tipo de información posee la amiga más marchosa de Zaplana (espero que no toquen a rebelión mis ocasionales y bienaventuradas lectoras; no hay machismo en esta reseña, sino una mínima dosis de mala leche), ni sé en qué se basa Maritere para repartir las medallas, el oro y el valor al mérito ajeno. Bueno, la verdad es que lo sé y me jode un rato.
En mi familia, como en tantas otras, el cáncer ha causado estragos, pero ninguna señá vicepresidenta, ni ningún ministro ha tenido a bien reconocer el trasiego laboral de las afectadas, que lo mismo esquilaban ovejas que arreglaban unas chaquetas para sacar adelante a la prole, sin que recibieran jamás ni cuantiosos beneficios ni discos de platino. Ni siquiera sabían dónde caía Houston en el mapa. Del diagnóstico al fin hubo para ellas pocos escalones, descendidos con dolor e impotencia, pero con la dignidad de la resignación más humana.
La vida se rompió para Amalia e Isabel con crudeza, y un sabor amargo a injusticia. Isabelita no pudo criar a sus hijos. A ellos les robaron una madre.
No pongo en duda el mérito de nadie, se dedique a lo que se dedique, lo que pongo en tela de juicio es que unos políticos ventajistas y demagogos jueguen a premiar a las personas según sus absurdos e irritantes criterios. Por mí, podían metérselos por donde yo les dijera.
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