Mariano Rajoy se viste de domingo aunque sea sábado. Se va a subir al podio. Luce una sonrisa morrocotuda. Es la etapa más importante de La Vuelta, la audiencia está pendiente, el espectáculo garantizado, así que don Mariano se apunta a un bombardeo... mediático.
Ahora, el que no se mueve no sale en la foto, y Rajoy, con tal de figurar, es capaz de marcarse unas sardanas o de acudir al primer hundimiento marítimo que se produzca, incluso allende nuestras fronteras. El próximo candidato popular a la presidencia del gobierno ha comenzado ya su desfile oficial por aperturas, estrenos, inauguraciones, banquetes, homenajes y celebraciones. Y, claro, como le gusta el ciclismo a don Mariano...
Sí, como a Javier Solana, que tuvo que vestirse de nazareno y acudir a París para solucionar el affaire de Pedro Delgado en el Tour que ganó el segoviano. Un análisis había salpicado la hoja de servicios de aquel ciclista llamado Perico, y González envió a sus naves a luchar contra los elementos. En las fincas del desastre socialista tampoco se ponía el sol por entonces. Solana jugaba ese papel de ministro amante de los deportes. Luego, la cosa involucionó y el ministro socialista se decantó por los daños colaterales. Solana abandonó la barba folk, repartió sus ropas de pana a las amistades menos pudientes y se enfundó el uniforme de la OTAN. En Serbia no le guardan mucho cariño. Y motivos tienen. Aunque eso al pretendido socialista le importe un comino. No da de comer.
Pues bien, Rajoy también va sobre ruedas, derrapando ante Mayor Oreja, venciendo en las metas volantes y arrasando en los avituallamientos. Y entre etapa y etapa se da unos bailes en la plaza del pueblo para celebrar lo del Prestige. Ya saben: aquella barcaza de los hilillos. Después de todo, tras esas multitudinarias muestras de desencuentro, de esas manifestaciones con millones de españoles presuntamente encrespados, llegó la reconciliación; las elecciones autonómicas y las municipales pusieron punto y aparte; España envió sus tropas a Irak; y Rajoy agradeció a las meigas su intercesión.
Con su camisa de cuadros, el pantalón bien arriba -como el jefe-, y esos bucles en el cabello adecentado por la colonia, se presenta el candidato en busca de la foto. Sube las escaleras como si fuera un congreso de los populares, engancha el ramo de flores, el trofeo, lo que haga falta y lanza apretones de manos a diestra y siniestra, abrazos por doquier y poses de político serio y responsable especializado en desastres naturales y desprestigios fuelísticos.
Ahí permanece don Mariano, el presente, el futuro y, tarde o temprano, el pasado. Mira de reojo con una mirada avariciosa el jersey oro, el maillot amarillo del líder. Se lo enfunda en sueños de fácil cumplimiento. Él también irá en una caravana multicolor, también pedaleará, también llegará exhausto a la meta. Pero a diferencia de los ciclistas, Rajoy, don Mariano, sólo tiene un rival, y además con una gripe permanente y los micrófonos abiertos.
Qué paradójico, los políticos son esos personajes que se suben a un podio a pesar de no haber ganado nada. Y ni siquiera tienen que pasar el control antidopaje.
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