Con el paso de los años he ido haciéndome fuerte, he sido capaz de sostener esos impulsos espasmódicos, esa impertinencia intestinal que concluía airosa su cometido jodiéndome la digestión, la vida y la paciencia. Pero la noche del sábado volví a revivir esas malditas sensaciones y terminé zaherido por rugidos en el interior de mis tripas. Claudiqué inevitablemente. Vomité.
Nadie me obligaba a pasar a esa caverna de presunto periodismo rústico, a entrometerme en esa fosa de bilis y heces, nido de moscas (con perdón de las moscas) de la información de intimidades, del cuchicheo de rumores e invenciones. Me senté ante esa fosa séptica de mordiscos al intelecto y a la ética. Contemplé revuelto e indignado esa exhibición de necedades, ese lanzamiento de mendrugos y banalidades; la noche se me fue haciendo miserable, el hedor de la estupidez y la mediocridad daban paso a la náusea y el estupor. Los nuevos ricos del periodismo de cloaca y entresijos sin alma se sienten como senadores romanos, jueces de lo eterno y centinelas de la existencia. No pasan de parias, pero sus bolsillos se llenan al mismo ritmo que se vacía mi estómago. Se hacen de oro con la roña y las miserias ajenas, con la estupidez contemplativa, el apagón moral que cubre la noche entre zafios mutismos.
Esa salsa rosa no es sino una menstruación neuronal, un colapso del ethos, un infarto del miocardio del progreso, un trombo en la evolución, un mestizaje de arcadas y carantoñas. Esa salsa rosa es un eructo de insensibilidad, un inmenso enroque amoral, una piscina de grasas saturadas dispuestas a ser devoradas por la antropofagia de una sociedad necesitada de instintos mal llamados primarios. Esa salsa rosa, en fin, es el más triste paradigma televisivo del límite que se impone el ser humano en la construcción de un mundo justo; es la llave al consumo del sinsentido; impulsa la claudicación de la razón. El proceso degenerativo goza de muy buen salud, a salvo del sentido común y los glóbulos blancos.
En Indonesia ronronea un recuento de vidas perdidas. 2.000, 2.500, 3000… 4.000. Qué carajo importan los indonesios, hablemos de la Jurado, la más grande. Los querubines de la salsa rosa parecen vestidos por Murillo (pero un Murillo ebrio, obvio). Se envalentonan, conscientes de la pasta que embolsan por ejercer en ese sanedrín de puertas abiertas, contradicción propia de un contrasentido mismo. Ya que asistimos a la verbena de la rumorología, apuntemos que algunos dan por cierto que el repartidor de naipes de ese berenjenal sensiblero añade a su cuenta 54.000 euros cada vez que se hace la salsa.
Aparece en escena José Luis Uribarri, que repite una y otra vez que su carrera profesional en TVE duró 43 años, como si eso fuera sinónimo de heroicidad. El tipo fue dócil en su carrera de fondo, pero ahora va a un plató de cadena privada a rajar de Eurovisión, único escaparate al que se asomó en las últimas décadas de esa longeva trayectoria profesional. Uribarri mordió sin complejos la mano que le dio de comer durante 43 años. Estaba crecidito, disfrutando de su minuto de gloria en el vertedero de las traiciones. Qué relevancia, un periodista jubilado hablando de la canción española de Eurovisión. Qué pasión, qué tonelaje sensitivo, qué madurez expresiva, qué retrato generacional. Vuelta a las arcadas.
Y como colofón, como guinda, conexión en directo con la casa de Rocío Jurado y vaselina en grandes dosis. Los pinches de esa cocina ponían cara de circunstancias, comentaban estúpidamente la misma secuencia en la que la folclórica y su hija se abrazan en un sarao veraniego.
Huelen la tragedia, mascan el ambiente de dolor ajeno y se preparan para sacar tajada. Halagan, ensalzan, glorifican, lisonjean a una persona de la que se supone que vive sus últimas horas. En pocos días, algunos caníbales informativos harán caja con biografías de la Jurado escritas por becarios, estudiantes en prácticas, negros, o sencillamente esclavos a tiempo parcial y contrato de tercera regional. Todos hablarán bien de la cantante, todos dirán que fueron sus amigos, incluso aquéllos que no llegaron a verla en persona. Es el culto al mercadeo sin límites, a la lujuria desbocada. Se profanará la verdad en esa ceremonia, tantas veces repetida, en la que se llora al muerto y a la realidad.
Decía antes que esa salsa rosa era una especie de menstruación neuronal. Conocido su ritmo periódico, lo único que nos queda es aguardar la llegada de la menopausia. Claro que para entonces, la audiencia ya habrá procurado la ovulación, con las consabidas nefastas consecuencias. Y una noche cualquiera, con más años a mis espaldas, volveré a sentir el rugido de mis tripas.
Comentarios
Escrito por: Marieta.2006/05/28 23:08:52.272000 GMT+2