Confieso cargado de resignación que me aburre soberanamente la contemplación del desparpajo televisivo, agridulce penitencia que adereza mi regreso al pupitre de tortura tras unas vacaciones que pasaron a la velocidad y temperatura del rayo.
Los platós se han llenado de cantamañanas, vividores, lechuzos siniestros e integrales gilipollas. Urge que el protocolo de Kyoto tenga en cuenta la salud medioambiental de los televidentes. Cada verano el fuego de la memez impulsiva y colectiva arrasa miles de hectáreas neuronales. La televisión aviva las llamas, en una nueva y absurda muestra de decadencia. La profesión periodística se abrasa. Lo dice Saramago, pero no le hacen caso ni los dioses menores del politeísmo trasnochado de las cadenas. Sardá inventa, registra las patentes del bochorno, de los subtítulos en la traducción alternativa de la barbarie, pero el resto de catedráticos del medio recicla los conceptos y los vómitos, y los vuelve a poner en antena sin mayores pretensiones que las de hacer caja. Esta temporada, como en las anteriores, se llevan en la pasarela los tonos zafios y el culto a la mentecatez. No sé cómo acabará todo esto, pero lo intuyo. Me tapo la nariz y lo intuyo.
Esta televisión se está condenando ella sola. En realidad, algo tienen que ver los directivos y esos seudo profesionales calabaceros que se llenan los bolsillos mientras los becarios persiguen sudando la gota gorda y haciendo el panoli, micrófono en ristre, a esa gente considerada famosa de la noche a la mañana. Se crean dioses como churros, con estúpida docilidad y una perversión sin límites; se adoran becerros de estropajo y cartón; se encumbra a chulos, iletrados, palurdos, golfillas en conserva y lameculos, de los que resulta ciertamente dudoso pensar que sean Homo Sapiens (es posible que ni siquiera pasen por Australopitecus).
Mi charcutero está a un paso de convertirse en concursante de la sexta edición de Gran Hermano, ese espacio del que chupan la sangre la mitad de los programas de Telecinco, incluido el del sumo pontífice sardiano. Expectante y algo encorajinado asegura que con un poquito de suerte, en breve, puede que la mortadela la tenga que cortar el señor padre del encargado del súper. "Crónicas marcianas, un par de escándalos y ¡zas!, la vida solucionada", se sincera con la clientela, mientras mueve un gran cuchillo con esas trazas de D´Artagnan en prácticas. Menudo cambio le espera: dejar la charcutería por la casquería amoral, detrás de otro mostrador en el que se apiñan cefalópodos y crustáceos cuyo único mérito consiste en aceptar los montajes y disparates que les ofrecen las revistas y programas de turno.
"Me ponga cuarto y mitad de chopped", reclama una señora sudorosa tras el mostrador. Puede que sean las últimas rodajas que sirve este charcutero. Con una pizca de fortuna y el visto bueno de los parasicólogos encargados del cásting, no tardará en codearse con Antonio David Flores, Lecquio y otros ensoberbecidos nuevos ricos. Todo parece indicar que tienen todavía muchos millones que ganar: no es previsible que nadie tire de la cadena.
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