La tele es un álbum de sellos con los rostros descompuestos de miles de adolescentes y pequeños que gritan y lloran antes los héroes artificiales de la tele. Los triunfitos besan un cielo protector en inmensos pedestales de paja y heno, que se derrumbarán en cuanto el lobo de la realidad sople y resople. "Esto es lo mío. Yo quiero dedicarme a esto toda la vida", sentencia una de las jóvenes aupadas con técnicas modernas y machaconas de un marketing virulento y nocivo para la música. Lo dice después de firmar mil y un autógrafos, justo tras recibir miles de besos, mientras unos guardas de seguridad representan una tragicomedia en tres actos, casi tan patética como la de esos guardias civiles de entremés liándose a porrazos con los inmigrantes que acaban de saltar la valla. (¿Se puede saber qué van a arreglar así?). Esos triunfitos llevan un número de escoltas y arrejuntaos directamente proporcional al del dinero que puede chorrear de su imagen y de sus gorgoritos sobre un escenario con más trucos que los boletos de una feria, perrito piloto incluido.
Verdaderamente es una operación triunfo, una liposucción rebanadora del sentido común. Es el fast-food musical de estos tiempos locos que corren. Cualquiera le explica a la masa rugiente en busca de una firma de los cantarines de la tele quién fue un tal Wolfgang Amadeus Mozart, un genio que murió antes de llegar a los 40 y que dejó un legado de creación sublime que hoy se ha convertido en un jeroglífico indescifrable para los jóvenes españoles, a quienes desde un sistema educativo ideado por negligentes cum laude se les está relegando al desconocimiento atroz de todo aquello que puede significar la música más allá del puro negocio. Nunca la música desafinada se vendió tánto y tan cara.
"Esto es lo mío. Yo quiero dedicarme a esto toda la vida". Claro, y yo quiero ser María Callas, pero no me atrevo a ser ni Farinelli. ¡Menudo corte!
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