Es el tiempo del yo, cronos del ajuste de cuentas entre las apariencias y la realidad, de la endogamia intrínseca que se abraza y acaricia, onanismo sintético, paradigmático, subjetivo y ornamental, estrábico de corazón y perverso de miras. El XXI en Occidente es el siglo del ego, y son los egos desbordantes los que evangelizan al populacho con tuits, sermones radiofónicos, titulares de cincel, cólera y rapiña, y noticias de la nada, nihilismo redentor e inversor, pues nace de la guita que se agita.
Si Luis XIV era el Rey Sol y él era el Estado, ahora los astros son periodistas enamorados del espejo, del autorretrato, del diabólico selfie que todo lo pringa. Periodismo contante y sonante, convirtiendo la edición en una hucha, la razón en religión y la norma en ley del dinero. Periodismo de soflama, embaucador, pedigüeño y reptilíneo, vergonzante de estilo, humillante y humeante, sumiso, narcisista y petulante.
Cuentacuentos y disfraces, otrora hechos relevantes; ésa es la sangre de la noticia moribunda a la que no quiere nadie, enterrada en vida y humillada, porque el patrón quiere donantes, anunciantes e inversores engominados, trapecistas del ayer y del mañana, para los que no existe más hoy que el silencio de las verdades, secuestradas, torturadas y olvidadas en las páginas del calendario de “Nunca jamás”.
Hoy el periodismo amplifica los egos, tormentas de yoísmo inculto y encantado de conocerse a sí mismo, crecido ante la vorágine, reclamando la asistencia de pajes y consortes, mano de obra barata y callada, poco pensante o disimulante. Hoy el periodista estrella sólo brilla en la oscuridad de un agujero negro. Porque los comunicadores de rímel y alquitrán ya no tienen audiencia, sino club de fans, devotos ignotos y perritos pilotos de una verbena de autocomplacientes consumidores. Son los ventrílocuos del poder, moviendo los labios y sonriendo ante las cámaras, capturando instantáneas en los pasajes del terror, en la escena del crimen, en los pozos de silencios y olvidos.
El medio ya no sólo media, sino que el medio, en su periodista, es el epicentro de la noticia, movimiento abrupto que oculta, engaña, manipula, difama y miente. El periodista estrella es en sí mismo la noticia, el editorial, la portada, el anuncio, la publicidad y la previsión meteorológica, porque si el periodismo estrella dice que llueve, lloverá en el desierto.
El periodismo es hoy un selfie, un hijo ilegítimo del obturador, un maniquí engreído, pero moribundo. Quizá sin saberlo, el fotógrafo no esté más que fotografiando la propia muerte del periodismo.
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