El televisor rezuma palabros místicos, emocionantes, extenuantes; impregna el ambiente con un sarpullido virtual de maledicencias, frases épicas y citas vitalicias. Lázaro Carreter debería tener un resorte en el brazo con capacidad suficiente para lanzar miles de dardos por minuto. El salvajismo delirante se instala en las irreflexiones de los presentadores y otros devoradores de idiomas. Está abierta la veda: falta saber quién dirá la burrada más grande. Burradas, sí, pero por desconocimiento, incapacidad, imbecilidad o falta de recursos. Otra cosa es la mala leche, el sectarismo, la cobardía, la memez...
La propaganda ha asaltado definitivamente la sala de estar de la información, la ha violado y se jacta de ello en la barra de una cafetería de alto standing, con directivos que apestan a fondos reservados, perfume de querida y lodo amoral. Estos fabricantes de información se creen importantes porque plagian asuntos ajenos y llegan a la conclusión de que la información no se crea ni se destruye, sino que sólo se transforma. Retocan a gusto del pagador, maquillan por orden de los señores de arriba, adornan, embellecen sin preguntar ni cómo ni por qué; sólo les mueve el olor del dinero. Han pasado de ser los tontos de la clase a creerse los listos de este Oeste sin sheriff. Un Oeste en el que el pianista es un becario, el único capaz de ponerle música a este escenario de traiciones y navajazos. Se podría decir con menos rodeos, pero yo no podría expresarlo con mayor pesimismo. Informar hoy, en muchos casos, se ha convertido en una proeza. Falsificar es el hermano sinónimo más recurrente en estos días de necedad y embrujo. La visión romántica del periodismo se ha volado la tapa de los sesos en el cuartucho de una pensión. No le daba ni para pagar la renta, y el casero le había puesto las maletas en la calle.
Descanse en paz.
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