Una suave luz me abre el mundo, ocultando la insobornable apatía que adormece mis intenciones, los sueños realizables y otras disquisiciones de un ego que nada en aguas turbulentas. Un increíble y majestuoso do de pecho de Pavarotti en La Fille du Regiment, grabada allá por 1972, me devuelve la sonrisa interior, soborna mis sentidos y oxigena mi nutrición anímica. La voz del gran Luciano me servía de cobijo en las noches de tormenta, cuando el desánimo emprendía su loca carrera y mecanografiaba a velocidad de vértigo las palabras del terror. La voz, la música, son medicinas naturales, remedios salvadores, corazas, caparazones, abrazos largos y sentidos, corazones arrítmicos, itinerantes y auxiliadores. Pavarotti, como Alfredo Kraus, impulsan la plena satisfacción vitalista y me hacen sentirme exultante como parte de una audiencia que no cuenta con el interés de los sapos manipuladores, las televisiones y otras alimañas. Su música, sus voces, como la de Javier Ortiz, que también fue un músico de palabras críticas, repletas, desbordantes de ritmo racionalista, quedan en la momentánea distancia inalcanzable. El timbre de un lamento, o la emoción de una nota engrandecida por el alma de un ser humano, forman parte de nuestra Historia, insaciablemente llena de obras maestras que pasan desapercibidas ante la estúpida tiranía del comercio, de los especuladores. Se venden éxitos como se precintan mentes alienadas, conciencias adormecidas. Se fabrican esperpentos que pierden el sabor en dos chupadas. Se maquillan los rostros del horror para hacerlos pasar por bellezas exuberantes, acomodando el canon a las expectativas de los camaleones discográficos. Se enlata basura y se sirve en bandejas de plata, presta para saciar el atrofiado apetito de clones que perdieron los sentidos del gusto y del olfato. Los desacordes son aplaudidos, la necedad es jaleada y las vísceras venden, porque en la tierra de los lamentos sordos una imagen vale más que mil sentimientos. Y el maestro de música llora en la esquina de un conservatorio mientras sus alumnos repasan las últimas notas. El desconcierto ha invadido la inmensidad y grandeza del concierto.
Hubo días en los que una canción nacía de la vida antes de ser vivida. Hoy ya no hay tiempo para el romanticismo; hoy se fabrican las vidas virtuales para que aplaudan las melodías que escupe el engranaje metamorfoseado y atroz de los controladores de mentes, de los que definen los gustos, las esencias y las demencias. Hoy, giramos, nos hacen girar como al Chaplin de Tiempos Modernos, como a monigotes envueltos en códigos de barras, como a caballitos de un tiovivo que se ha mareado de no saber vivir, de no saber respirar, de no saber pararse a pensar. Nuestra vida está hecha de retazos de canciones. Yo no quiero que nadie decida por mí cuál es la banda sonora de mis pasiones, de mis lazos de amistad, de los besos de amor que repartí, de las lágrimas que derribaron el muro de mis mejillas, y de las sonrisas imbatibles que se enfrentaron a la oscuridad. Ah, mes amis, recita la voz del tenor en la distancia del olvido, y en la cercanía de lo inmortal. Ah, mes amis. Las palabras, a veces, también pueden escribirse con un do de pecho. Ésa es la grandeza de la música del alma.
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