Un aficionado del Deportivo de La Coruña es, hasta la fecha, la última víctima mortal de la violencia en el fútbol español. Falleció al tratar de mediar en una pelea. Aseguran que lo mató un seguidor de su propio equipo. Un deportivista, paradojas del lenguaje. Un radical, un elemento peligroso, capaz de asesinar por una discrepancia tan peligrosa como es esa que consiste en animar al equipo rival.
Muchos de estos energúmenos de banderas indecorosas, proclamas necias y neuronas en huelga indefinida caben en el fondo de cualquier estadio, ataviados con los colores de cualquier equipo. Se dan cita en la grada cada domingo para calentarse en la hoguera del odio. Si su equipo desapareciera, acudirían al calor del fuego rival. El fútbol es una excusa, un cheque en blanco para liberar la frustración, quizá, sea tan sólo un refugio, una especie de gimnasio donde muscular esos trastornos, esos rencores y esa incapacidad para comprender su entorno vital, para entender su propia vida. Quizá por ello sientan simpatía por la genealogía de la muerte.
He visto a estos grupos violentos en infinidad de ocasiones. Y no en la pantalla del televisor, sino en carne y hueso. Les he visto intimidar a los porteros de los estadios; he comprobado cómo accedían al interior de un estadio sin mostrar siquiera la entrada; sé que han viajado gratis y gozado de entradas por su cara bonita, y que han contado incluso con locales en los complejos deportivos propiedad de los clubes de fútbol. Algunos de sus líderes han intimado con el presidente del equipo de turno, quien no ha dudado en beneficiarse de esta amistad. Sí, se ha creado un vínculo, un parentesco, un matrimonio de conveniencia, en el que el arroz ha volado cerca de las urnas de unas elecciones a la presidencia marcadas, además, por la intimidación de estos depredadores de esvástica y mollera repleta de cicatrices. Estos monstruos se mueven como los zombis, ejecutan una coreografía primaria, cuyos orígenes pueden estudiarse en cualquier zoológico que se precie. Lo de Darwin no va con ellos; no evolucionan. Ellos involucionan, dejando un charco de sangre como sello de visita, como distintivo.
Y los señores del poder se callan, realizan a lo sumo alguna mueca. ¿Qué les importa a ellos, encaramados en el palco del estadio? ¿No lo escribía aquí mismo hace algunas semanas en referencia al privilegio del que gozaba el Defensor del Pueblo, siempre acomodado en el palco, lejos, precisamente, del Pueblo?
He visto de cerca el dolor de una familia rota por la tragedia. Pasé unas cuentas horas en el tanatorio junto a los restos de Aitor Zabaleta, el seguidor de la Real Sociedad que cometió la locura de acudir a Madrid para ver jugar a su equipo frente al Atlético de Madrid. Los políticos aparecieron en escena, con ensayado dramatismo. Deberían haberse esforzado más en la tarea interpretativa, porque se les notaba demasiado. Acudían para cumplir el expediente. Soltaron su parrafada de siempre, condenaron y dijeron adiós con cara de circunstancias. ¿Qué hicieron después? Nada. Si acaso, recibir engalanados y con serpentinas (por no decir como serpientes) a los campeones. Su vida es, en muchos casos, como la de las esponjas. Absorben los éxitos ajenos y se apuntan a la brillantina, aunque lo más deportivo que hayan hecho en sus vidas sea leer la esquela de algún deportista accidentado.
Las cámaras de vigilancia de los estadios permiten desde hace años identificar a los hinchas violentos, pueden grabar a esos valentones que agitan los trozos de tela con símbolos nazis, pueden seguir los movimientos de las fieras enjauladas en el recinto. ¿Cuántas acciones se han desarrollado contra estos grupos violentos? ¿De qué ha servido este control? ¿Cuántas veces han tranquilizado a los aficionados decentes con la difusión de noticias advirtiendo de expulsiones o detenciones de los aficionados violentos?
Lejos de encontrar una solución, los dirigentes deportivos han echado más leña al fuego, han agitado las brasas de la masa. Un estadio histórico como el Camp Nou se convirtió en un campo de tiro para recibir al profesional Figo, ése que abandonó un equipo para recalar en el Barça. ¡Pesetero! ¡Le llamaban pesetero! ¿Quién no aceptaría un trabajo razonablemente parecido al actual con una subida salarial del cien por cien?
Hoy, nadie se atreve a ir, como antaño, al Santiago Bernabéu con una ikurriña. ¿La pelota vasca? ¿Cuestión política? Preguntémosles a nuestros dirigentes políticos. Y mientras, esperamos a que llegue la siguiente víctima, esquivando la presencia de quienes sólo ven en el fútbol un patíbulo donde pasar las horas libres.
Comentar