Aquellos que hayan sido algo guerreros años atrás –como quienes sigan siéndolo aún hoy- sabrán qué se experimenta cuando a uno le propinan un puñetazo en la cara. Da igual el motivo, el lugar y la hora. Si hubo motivos o no es lo de menos. No viene al caso. Al principio, uno se queda desconcertado, ve luces y tarda en reaccionar. Después aparece el dolor. Al día siguiente tiene secuelas, le duele al masticar e incluso al hablar. Aunque uno sea de pocas palabras, da igual, doler, duele. En unos días el rostro vuelve a la normalidad. El hematoma, que ya ha pasado por diferentes trances cromáticos, también se va sin decir adiós. En un mes, no hay rastro alguno del guantazo. Las huellas se borran y la desmemoria se encarga de sacar brillo al olvido. Sin embargo, hay ciertos sopapos que se reviven una y otra vez, quizá porque causaron un trauma más allá del dolor físico. Hay puñetazos, vaivenes agresivos, que lo acompañan a uno durante el resto de su vida. Han pasado dos años, pero a menudo, muevo la mandíbula resintiéndome de aquel fatídico y mañanero mensaje que me comunicaba el adiós de Javier. Hay golpes que se reciben para siempre. Hay golpes que nunca se olvidan.
2011/04/27 15:00:55.838000 GMT+2
La memoria del dolor
Escrito por: Marat.2011/04/27 15:00:55.838000 GMT+2
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