La luz roja se enciende y avisa así al orador de que la televisión acaba de conectar en directo. Entonces el vendedor ambulante de promesas que nunca se cumplirán saca a relucir el tema estrella. Un tono de misticismo, un poco de retórica a la vinagreta, unos cuantos exabruptos contra los rivales, una descarada mentira, y el cóctel está servido. Las banderas ondean, los feligreses disfrutan, viven en su edén particular. El charlatán de discurso mediocre está hoy en una isla, pero habla sobre el País Vasco. Juega con los términos, se instala en la demagogia, explota el cuento, recurre al victimismo como imán, como doctrina. Las víctimas son precisamente las que no pueden hacerse oír. La luz roja se apaga, el feriante levanta el pie del acelerador, respira y vuelve a aburrir al personal, que comienza a digerir ya el bocadillo recibido y devorado casi a un mismo tiempo. Dos pegatinas y una chapita para la solapa hacen las delicias de estos militantes con fecha de caducidad. Los que logran una gorra sonríen orgullosos frente a los fracasados. Los que abrazan, acosan o devoran a besos al candidato o al jefe de filas guardan en el archivo de su memoria esa instantánea.
Esa luz roja que pone alerta al político recaudador es una señal de alarma, indica el peligro y la oportunidad a un tiempo. Es el aviso para los carroñeros, es la señal esperada por el cazador de votos y esperanzas, es la última llamada para el embarque al pasaje del terror, es el mensaje en clave para el adoctrinamiento. La luz roja domina en ese momento la atmósfera vital del embaucador, de la misma manera que el rojo se cuela por las sensaciones más irrefrenables en esos escaparates de sexo, billetes e incomprensión. El comercio del voto y el comercio del sexo establecen su reclamo tras el rojo, ese mismo color que estropea algunas fotos al inundar los iris de los protagonistas. En campaña no hay fotos que estropear, no caben disensiones, no hay espacio para el diálogo o para la objeción. La crítica es apagada con extintores de autoritarismo acaudillado; las preguntas irreverentes se guardan en el baúl de los recuerdos. Uno sólo puede ir a un mitin a aplaudir, a reverenciar, a postrarse de rodillas ante un altar pagano que apesta a mentira. Si alguno de los invitados a la fiesta de las apariencias osa objetar, cuestionar o criticar, se llevará lo suyo en forma de empujones, insultos, puñetazos y tirones de pelo. Ésa es la democracia que nos venden. Ésa es la democracia que consumimos.
La televisión muestra las agresiones. En el mitin del color rojo no se puede vestir de azul; en el mitin de los azules, no se te ocurra sacar a flote el rojo. No puedes mostrarte en contra de una exposición. Desde el estrado nace un monólogo, un libro sagrado, un ejercicio de dietética racional. No se puede ni toser cuando el engañabobos está recitando sus poemas preferidos. Da igual que se atribuya El Quijote, nadie puede discutirle nada en ese instante de clímax. Es como sacar la bandera rival en el fondo sur de un estadio de fútbol. Eso parece un mitin: un estadio de fútbol. Y la luz roja es la señal de que han marcado un gol. Todos levantan los brazos y lo festejan con algarabía.
Poco importa que haya sido en su propia portería.
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