Me han salido dos calvas en la barba y el médico me ha dicho que se ha apoderado de mí el virus del déjà vu. Me estoy planteando tomarme un descanso. Puede que me resulte necesario convertirme en un ausente. El bosque de los opinantes no notará mi desaparición. Me siento como la cuerda tensa de una guitarra, a punto de resquebrajarse, a punto de saltar en medio de la afinación. Una distensión no vendrá mal. Será mucho mejor que interrumpir el concierto justo en medio de éste.
Tengo la sensación de que los opinantes somos como agujas del reloj, envejeciendo sin ser capaces de convencer al mecanismo de que nos saque de la rutina. Giramos, damos una y otra vez vueltas, creyendo que el desfile es cada vez distinto. Y, es cierto, puede que sea distinto, quizá cada viaje sea una mota de polvo en las coordenadas de la existencia, pero el destino es siempre el mismo, constantemente completamos el recorrido previsto sin que el tiempo se detenga. El tiempo nos arrastra y a la vez nosotros arrastramos al tiempo.
Nada impide el paso del tiempo, nadie trastoca el ir y venir sempiterno de las agujas. Creo que mi vida, como mis opiniones, reproduce las convulsiones del segundero. Todo acaba cuando concluye la fuerza y vitalidad de la cuerda del reloj. Y ésa sí que es una mala noticia. Cada columna, cada ensayo, cada ponencia, cada intervención, cada conferencia es un viaje en la esfera del horario. El segundero avanza erguido, orgulloso, parapetado tras el cristal de la vanidad, sintiéndose blindado, intocable e inalterable. Es un pobre diablo, cree que él es el tiempo en sí mismo, pero no pasa de ser un simple notario. Y ni quiera sabemos si lo es de la realidad, porque, ¿qué es la realidad? Pues eso, girar y girar.
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