Anda el personal soliviantado e indignado por un kikirikí. Inmisericorde, el telespectador salta a los escenarios de las redes sociales para burlar y hacer mofa, para desangrar, humillar y destrozar al músico que erró. No es un auto de fe, porque hay que disimular, que queda poco estético de Pirineos afuera y ya no tienen mayoría absoluta... Pero el linchamiento nos retrata como sociedad. Nos plasma como condescendientes y permisivos contribuyentes, convertidos en esponjas, prestos a enjugar el toreo y la insolidaridad, el mangoneo y la corruptela. La ética colectiva juega a la ruleta de la fortuna y cuando suena el eco del choriceo y el trinque decimos “pasapalabra”.
Nos enoja un gallo, un desliz. Nos decepciona y lo hacemos pecado y estigma antipatriótico en la religión de la distorsión. El escarceo en el pentagrama nos chirría, el desajuste en la cuerda vocal nos irrita y nos convertimos en jueces insobornables e inmisericordes. Pena capital, se escucha en la lejanía; expatriación, excomunión, incineración, lapidación. Todo vale para sepultar al indigno mequetrefe que sitúa nuestra bandera a la cola de Europa. “Que cante en español”, vocifera un lumbreras, como si pudiéramos siquiera tener un dominio con una eñe en Internet. “Muy españoles y mucho españoles”, que diría Mariano. Porque, claro, un gallo español es un gallo español, y no es lo mismo. También desafinó José Ángel de la Casa cuando Señor marcó el duodécimo gol a Malta, pero la embriaguez de la hazaña balompédica solucionó la discordancia.
El escarnio público, el meme, la coña marinera, el insulto… Todo vale desde el anonimato o desde la inquebrantabilidad de la autoridad o superioridad moral. Un gallo, un chirriante jipío conlleva condena. Démosle tiempo a los lobos, que alguno propondrá la reforma del código penal. Hay que desterrar al chico de los bucles de oro, guitarra cacofónica y camiseta psicodélica.
Curiosa forma de proceder la nuestra, masacrando al desafinado vocalista mientras glorificamos a los deudores, a los insolidarios, a los engañabobos y olvidadizos defraudadores a la Hacienda pública. No se constató tanto dolor público ni social cuando se conoció que Montserrat Caballé desafinó –tiene delito lo suyo, tratándose de una reconocida soprano- y olvidó presentar la declaración del IRPF ante Hacienda en 2010 alegando que era residente en Andorra. La cosa se cerró con un acuerdo: pena de medio año de cárcel por un fraude de medio millón de euros. La Caballé sigue dando nombre a centros culturales, además de poseer reconocimientos como la Medalla de Oro de la Generalitat de Cataluña, el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, el lazo de dama de la Orden de Isabel la Católica y la gran cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio, sin que haya constancia de que su comportamiento insolidario –paradigma del antipatriotismo- haya supuesto la retirada o anulación de ninguno de ellos.
Tampoco parece que a los exquisitos oídos del español medio le hayan provocado disgusto los desafinados comportamientos con Hacienda de los admirados, vanagloriados y loados Bertín Osborne (no sé si lo del delito de alzamiento de bienes y la condena a un año de cárcel fue en su casa o en la mía, Lionel Messi (al que muchos llaman Dios), Belén Esteban (escritora best-seller) o Arantxa Sánchez Vicario (sí, la de las muñequeras rojigualdas). Al contrario, siguen recibiendo empuje desde las televisiones públicas y privadas, se venden como churros los productos que anuncian o las camisetas con sus nombres.
Desafinar, lo que se dice desafinar, desafinó Pérez-Reverte cuando decidió clonar un texto que no era exactamente suyo. La cosa se saldó con una multa por plagio que le impuso en abril de 2011 la Audiencia Provincial de Madrid. Pero el “gallito” del admirador de Cristina Hendricks y de la testosterona embotellada no supuso castigo de los lectores (sigue vendiendo libros como churros, así, como suena) ni de la RAE, donde conserva su sillón.
Qué razón llevaba Remedios Amaya cuando se preguntaba quién manejaba la barca. Porque, si hay algo claro, es que seguimos a la deriva.
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