Electricidad, espasmos, bucles de desesperación, chisporroteo, descargas y adrenalina.
Oteando las rutinas y elevando el espíritu hasta la cima de la esperanza.
Vuela el lamento y los ojos peregrinan en la mirada. Vuelo a oscuras y vertebro los episodios del día en una biografía inacabada e infeliz, donde reposan los sobresaltos, las huellas del dolor, las muecas del destino, el horizonte agrietado que da paso al epílogo.
En la salud y en la enfermedad, en el vapor, en la melancolía, en la consciencia y en la lucidez. En la áspera visita del recuerdo, en los ojos brillantes de una luz que apaga la sonrisa, en las venas que vehiculan la suerte. Los anocheceres salvajes, la impertérrita soledad del aniquilador. Humo que traza la silueta del peligro. Huye, que el desertor enjugue la infelicidad en la blanca densidad intransitable, que venza su miedo en la alfombra de acero, antesala del adiós temido.
Solo, en la orilla, contemplando morir las olas en partos de espuma, en ciclos inertes arrastrados al azar, pisadas moribundas que marcaron el tiempo en la inútil creencia de la historia.
Plácidamente adormecido, moribundo, alienado entre las velas del culto, sangrando los oídos, enmudecidas las sonrisas y apagados los ecos del latido, me uno al rebaño en el desfiladero del tiempo que fue o que nunca ha sido.
Efímera verdad soñada.
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