Mientras los medios llenan de sonrojo y sucesos las portadas de la prensa de papel y, sobre todo, de la digital, el pueblo español amplía sus tragaderas y encaja como un Rocky Balboa de teatro las embestidas del poder. La indolencia mayoritaria ha convertido en festín el furibundo despiece del Estado del bienestar. Golpes bajos, orquestadas traiciones, guiones y distracciones nos llevan al sumidero donde, de manera ordenada y educada, aceptamos el devenir de los acontecimientos y contemplamos las reivindicaciones, las críticas y las causas como una reencarnación posmoderna del hombre elefante de David Lynch. Al fin y al cabo, volvemos al blanco y negro, al borrón, a la mancha de tinta sobre el blanco que otrora soñábamos. Cualquier atisbo de crítica que asome de nuestros labios o del cauce que describe nuestra pluma será considerado contrario a la causa del conformismo, tierra prometida de la inconsciencia. La montaña rusa se ha transformado en un encefalograma plano; la sinuosidad desaparece para idolatrar a la oveja Dolly (por algo empezaron clonando una oveja; parece que la cosa va de rebaños).
Es la indolencia el deporte patrio, ataviada en ocasiones de esférico sobre el césped, dormidera colosal que devuelve como eco sempiterno el gol de Iniesta. Nos crecen los GALES, los goles, las corrupciones, las gürteles, los pedrosanchecidios y los Ratos. Nos suben con desvirgada crudeza el precio del crudo, se mofan de nosotros desde las Eléctricas, trapichean con las pensiones. Lideramos mundialmente la donación de órganos… ya en vida, porque la indolencia lleva asociada la generosidad acrítica, desprevenida, pero también depravada de la inacción, de la inapetencia, de la contemplación sumisa y de la genuflexión cerebral. ¿Acaso no es una donación –o quizá una trasfusión- lo que hace el Estado con las empresas que no lograron los beneficios que esperaban con las autopistas de peaje? ¡Y qué decir del rescate a los bancos!
La indolencia conlleva donar parte de nuestro ser, de nuestra alma, de nuestra libertad, por más que consideremos la propia indolencia como una opción, precisamente, de nuestra propia libertad. No es un trabalenguas: es dolor. No hay libertad si las pantallas, las páginas y los altavoces vienen condicionados por la artesanía de los anestesistas, de los embaucadores, de los poderosos y de los ventrílocuos. No hay privilegio sin la contrapartida de la necesidad. Y lo más duro, desolador y triste: no hay opción de mejora si la indolencia sigue ganando adeptos día tras día en un país que se vanagloria de sus carencias.
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