Everwood es un lugar al que viajar, un pueblo con el que soñar o reflexionar. Poco importa si uno es europeo o americano. Por las calles de Everwood transitan hombres y mujeres universales, se agolpan retratos psicológicos que se pueden encontrar en Nueva York, Moscú, Bilbao o Río de Janeiro. Cambiaría, eso sí, esa costra externa, el ropaje, el artificio de las costuras de un capitalismo invasor en distinta forma y medida.
Alguien en TVE tuvo la genial ocurrencia de programar este auténtico regalo, doblemente elogiable en estos tiempos de vulgaridad audiovisual infinita. Los domingos merece la pena abrir una ventana a Everwood, un lugar nacido del lado inteligente de la ficción, un espacio repleto de encanto, un sitio en el que suceden cosas verosímiles, razonablemente posibles. Allí transcurren historias que podrían acontecer en una localidad cualquiera, tramas que podríamos vivir nosotros mismos cualquier día. Es un tránsito de vivencias, ilusiones, sueños, desgracias, paranoias, felicidad, amores. Uno reconoce haber pasado por los mismos problemas que a veces se viven en Everwood, identifica esas vivencias por las que ya pasó en alguna ocasión, observa actitudes, hechos, confesiones y favores. En Everwood también ocurren desgracias, algunos jóvenes mueren a causa de enfermedades irreversibles. Es ficción real, es una realidad de ficción, pero las lágrimas fluyen del río de la naturalidad, de la meritoria comprensión de una vida así escrita. En Everwood no aparecen hadas madrinas de última hora dispuestas a salvar vidas con una varita mágica, prestas para salpicar a los telespectadores con una ración de sensiblería inútil y machacona. Everwood es, en fin, de este mundo, lo que significa que la frontera entre la realidad y la irrealidad es difusa, difícilmente apreciable.
Espléndidos actores dan vida a personajes complejos y sencillos a un tiempo, tan complejos y sencillos como el ser humano. Son infinitamente oscuros; ilimitadamente transparentes. Un chico que aprende a tocar el piano; un médico envidioso, terco y chismoso; jóvenes con problemas propios de los jóvenes que inician el tránsito al mundo de las preocupaciones de los adultos; ancianos que se comportan como ancianos; niños con vivencias de niños; un doctor excepcional, encantador, brillante, que se enfrenta doblemente a las enfermedades de sus pacientes y a la educación de sus hijos sin contar con el apoyo de su esposa, fallecida. ¿Tan extraño debe parecernos todo esto? Desgraciada e inevitablemente, sí. Buena parte de la audiencia valora y premia con asiduidad otro tipo de creaciones absolutamente increíbles, inverosímiles, rebuscadas en el jardín de la mediocridad creativa. Ana y los 7, sin ir más lejos, es capaz de congregar frente al televisor a más de 5 millones de televidentes cada lunes. Sus personajes son de cartón piedra, sus historias aparecen inundadas de parodias insulsas, de chistes fáciles sin gracia, de tramas tediosas en las que no prima precisamente la inventiva.
Confieso que debería pasar por una experiencia extrasensorial, estar hasta las cejas de LSD o tener la fiebre amarilla para ser capaz de dar a luz un solo capítulo de Ana y los 7, con su telaraña de relaciones interpersonales entre esos personajes tan artificiales, tan definitivamente absurdos, estúpidos e imposibles.
Ana y los 7 no es más que una clonación espiritual, conceptual de las películas de Paco Martínez Soria, sin que ni siquiera se encuentre a la altura de filmes de culto como Los bingueros. Entre esa casa de papel donde Ana Obregón da rienda suelta a su histrionismo y Everwood hay una distancia insalvable.
Everwood es un patrón inalcanzable para los sastres de nuestra televisión, un modelo de otro mundo para nuestras creencias audiovisuales, un lugar lejano donde suceden cosas reales. Guiones excepcionales, sin artificios coloristas ni pretensiones megalómanas. ¿Dónde acaba la realidad en Everwood? ¿Dónde empieza la ficción en Everwood? Que el espectador se enfrente a esta duda es la mejor prueba de la calidad de una serie. Everwood podría ser una novela, un cuento, un guiño teatral. E incluso el escenario de un simple día de nuestra vida.
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