El programa Línea 900 abrió el pasado domingo una nueva temporada de emisiones en TVE con "1943, el primer año de NO-DO", un documento estremecedor. En su arranque, este reducto saludable de la información objetivamente subjetiva nos recordó tan triste aniversario. Se cumplen ahora 60 años de la primera emisión del NO-DO. 60 años. Tan lejos y tan cerca.
Esos hombre de rostros patéticos y camisas oscuras elevaban su brazo en un saludo tan mecánico como pueril. Hoy basta un guiño para emular el efecto de ese saludo fascista. Un guiño para evitar la evidencia, pero suficiente para traslucir las mismas mentiras, las mismas fábulas y las mismas letras de cambio.
Diversos historiadores realizaban comentarios acerca de estos añejos noticiarios, teñidos de soberbia, atraso cultural, tizne de bochorno y dulzuras caudillistas. Franco pretendía pasar en ellos como el gran actor supremo, el hombre semi dios, el César. Aunque hoy nos resulte un Duce abotijado, un Führer de bolsillo, capaz de mantener a raya a toda una nación de sueños republicanos abortados por quienes regaron el árbol genealógico que crece hoy en nuestro jardín de la democracia. El abono es magnífico y la frondosidad impide ver muchas veces la realidad. Pero el abono apesta. Eso resulta innegable.
Mientras muchos tiranos jugaban al ajedrez -incluso en el campo de batalla-, Franco se entretenía con el parchís. Su capacidad de estratega no daba para más. El NO-DO se encargaba de ataviarlo con los mejores ropajes del Cid. El golpista se mostraba con ese porte castrense tan de la época y esa barriga que alcanzaba las metas con insultante ventaja.
Aquellas imágenes proyectadas en los cines españoles desde los años cuarenta nos resultan hoy patéticas, aunque sobran, por desgracia, los que las lloran con añoranza (a pesar de que no necesiten forzar en exceso sus lagrimales, la verdad; que la cosa no es tan distinta; o por lo menos podía, debería, serlo mucho más).
La manipulación estaba detrás de ese aldeano que sujetaba una res con un brazo y levantaba el otro al paso del Caudillo; la amenaza y el temor a la muerte relucían en esas calles empedradas por las que corrían unas niñas humildes para saludar al general Franco. Aquélla era la España del NO-DO, y lo más doloroso es constatar cómo han cambiado los medios, pero no los fines. El pueblo sigue arando o desenvolviéndose ante un ordenador para regocijo de las mismas familias. Sigue formando parte de esa cadena de producción a cambio de unos cuantos derechos, unas migajas. "Ahora se vive mejor que antes", nos recuerdan los voceros con espíritu de sanguijuela. Pero la realidad tiene otras caras. A muchos, les petrifica la mirada de una medusa pesimista, obstinada en convertirnos en estatuas no pensantes, de piedra fría y estéril.
España es ahora una sucursal estadounidense en toda regla. En la España de blanco y negro, boina, chaleco y botijo no había lugar para el imperialismo; excesivos trueques y demasiada huerta familiar. Hoy, la manutención de los informativos televisivos depende de los ingresos publicitarios de esas multinacionales que, a carrillo hinchado, mastican felizmente el consumo de los españoles ya sin boina, chaleco ni botijo. Españoles en color, pero sujetando, como aquél, una res en una mano y saludando al cielo con la otra. Ya no es un saludo fascista, es cierto, pero nos agitan la mano desde detrás como si un ventrílocuo fuese el dueño de nuestras palabras, de nuestras voluntades. Cuesta escaparse de su dominio. La televisión es en ocasiones ese ventrílocuo. Logra mostrar -antes en el NO-DO; ahora en otros formatos más modernos- la España que va bien, la nación rica que emerge de las ruinas a las que quisieron llevarla los malvados.
Esta España sigue devorando a sus propios fantasmas. Unos fantasmas a los que se cita, pero a los que casi siempre se niega la palabra. "Los fantasmas no hablan", dicen los que pretenden pasar como centuriones del poder, pero es falso: ahí tienen a Javier Arenas, por poner un ejemplo; aunque me refería más bien a esos espectros teñidos de rojo. Ya no preocupan tanto esos espectros, ahora que Marx ha muerto. Pero los escribanos con escamas -que han seguido la escala evolutiva de los primeros reptiles- lanzas sus dardos y sus palabras, los nuevos cancerberos ladran a quienes persiguen extinguir las llamas de ese infierno de imágenes trucadas, relucientes verbenas populares y legiones de fieles a la doctrina oficial. Los malos siguen siendo enfermos estalinistas; los contrarios siguen siendo los desestabilizadores; los soñadores siguen siendo un peligro público; los que luchan contra la estandarización de los pareceres son elementos peligrosos; los que tratan de respirar de cerca la fragancia de la libertad de expresión son utópicos irreverentes, indeseables. Eso nos muestra el NO-DO de nuestros días, repartido en mil y un formatos de ilimitado alcance y obligada difusión. Los títeres son los mismos, la esperanza es, si cabe, menor.
Han pasado sesenta años. Callemos, nessun dorma, que sigan proyectando nuestro futuro a su antojo con nuestra oposición. Que no averigüen nuestros nombres. Peor será dentro de otros sesenta. Y tendremos que sobrevivir, ¿no?
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