Julio Iglesias se define a sí mismo como el cantante latino más importante del siglo. Imaginamos que se refiere al pasado, porque hoy su hijo vende más discos que él, y además, con gorrito de nieve incorporado, llueva, caigan copos de nieve a mansalva, luzca el sol, o sufra una soflama de un par de narices. Su vástago lleva gorro de nieve hasta en la cama. Quizá sea su amuleto o chorradas de este marketing capaz de lavar cerebros en listas de éxitos contaminadas.
En sus apariciones públicas, en los espantosos playbacks con que castiga a los esporádicos telespectadores -esos que caen por casualidad en las garras de sus actuaciones- siempre se sitúa ante las cámaras dando, mostrando, regalando su perfil bueno. Obsesionado con mostrar únicamente éste -el derecho, curiosidades de la vida-, el cantante Julio Iglesias protagoniza un monográfico en TVE enfundado en un reluciente, veraniego y pulcro blanco sin igual. Cuando comienza a sonar su voz lleva el micrófono a la altura de la caderas. Qué más da, Julito no tiene el menor reparo en no ocultar que lo suyo es la presencia, y lo de menos si cuela la actuación o no. Sabe que su nombre es lo que vende. Es una marca registrada.
Cualquier artista que se precie debería demostrar que es un número uno o el mejor del siglo, como él mismo dice, cantando en directo, sin miedos, sin trucos, sin posturitas, sin devaneos contorsionistas ni espasmos inclasificables. Ahora, a Julio Iglesias le ha dado por hacer cosas raras con las manos. Bueno, para ser exacto, cosas más raras aún que de costumbre. Cómo es capaz de sujetar así el micro es un misterio insondable e indescifrable, un ejercicio esotérico. Somete a las articulaciones de su mano izquierda a devaneos constantes, a ritmos futuristas, retorciéndolas al son de la música. Pero lo que más llama la atención de sus últimas intervenciones televisivas es la enorme expresividad de su rostro, techado por un pelo panocha imperturbable al paso de los años. Ese rostro me recuerda a un Ecce Homo; es un auténtico catálogo del sufrimiento humano. Cierra los ojos y realiza muecas que transmiten pena, dolor, como si sufriera la criatura. Y uno es consciente de que nada más lejos de la realidad, pero es lo que se percibe, qué quieren que les diga.
Va camino de los 80 discos, todo un récord de constancia, perseverancia... y suerte. Ha cantado sin inmutarse a Gwendoline, ha insistido diciendo que la vida sigue igual, nos ha mascado con cierta autoestima que es un quijote, ha sometido a una operación de cirugía al mítico tema Ne me quite pas y se ha atrevido con el O Sole mio, el bamboleo, las rancheras y.....
Terminan los cuatro minutos de rituales, concluye la autopromoción auspiciada con el beneplácito de la televisión pública española. Julio sigue girado, insiste en cultivar su perfil favorito, sonríe, y al fin sabemos que concluyó su vía crucis. Uno echa de menos su característico e inseparable "Graaaaias, ssspaña". Otra vez será. Puede que venga vestido de blanco o no; quizá cante en español, quizá en inglés; pero de lo que no cabe la menor duda es de que seguirá obsesionado con mostrarnos tan sólo su lado bueno. Seguirá actuando así en TVE, por la cara, por su cara bonita.
--------------------
Nota del autor.- Desde que cambié mi cuenta de correo, hace algunos meses, no he recibido ni un solo correo de lector alguno. Avisado de mi supuesta falta de pleitesía por unos amigos que me acusaban de actuar como el servicio de reclamaciones de Telefónica, o sea, pasotismo y silencio sepulcral, he advertido que debido a algún problema que no acierto a comprender se han perdido los correos que se me hayan enviado en las últimas semanas. Pido disculpas por ello y cambio mi cuenta de correo con el fin de seguir intercambiando impresiones con quien esté dispuesto a ello. Feliz Navidad. O felicidad, en cualquier caso, para todos.
Comentar