Ha llovido, incluso se han producido diferentes tormentas. La programación ha vivido altibajos y conocido nuevos productos milagrosos, esos capaces de levantar el ánimo de los accionistas que tienen la mosca detrás de la oreja casi siempre.
Parece que fue ayer, pero ha transcurrido todo un año. Doce meses tratando, semana a semana, de reflejar esa televisión que nos ha tocado en suerte. Esa televisión, todo hay que decirlo, a la que uno se acerca ya con un desprestigiado automatismo.
Parece que fue ayer, pero ha transcurrido todo un año. La primera vez que presenté mi opinión en esta plaza sin burladeros me detuve tratando de analizar las crónicas marcianas de Sardá, un verdadero Rambo de la televisión. Solamente él ha sido capaz de equipararse a Johnny, quien, según el coronel Trautman, era capaz de "comer alimentos que harían vomitar a una cabra". Sardá tiene el mismo estómago, audiovisualmente hablando, si se me permite la licencia, que no veo por qué no.
Parece que fue ayer, pero ha transcurrido todo un año. Les hablaba también, en una de mis primeras faenas, de esa presentadora que es capaz de devorar el protagonismo ajeno sin despeinarse... aún más. Mercedes Milá no ha desarrollado ese exagerado ejercicio facial del que hace gala su hermano. En realidad, no conozco a nadie sobre la faz de la Tierra que lo haya hecho, pero, en cambio, doña Mercedes es capaz de eclipsar a cualquiera de sus entrevistados, excepción hecha de Paco Umbral, que con un libro de por medio es capaz de cambiar de sitio el Valle de los Caídos.
La presentadora Milá vuelve a aparecer en escena, como hace un año, para introducirnos en la religión de Gran Hermano, un nuevo credo cuyo número de adeptos crece día a día, casi al mismo ritmo que los contertulios de las mesas de debate de María Teresa Campos.
La fauna -quiero decir los participantes-, acude desde todos los rincones del país. Especial atención merece una joven llamada Nuria, que entró en la casa de G.H. al grito de "Viva Salou". Orgullosa como pocos de sus raíces, Nuria se presentaba a sus nuevos compañeros con un heráldico "Nuria, de Salou". Durante unos instantes llegué a pensar que esa chica era una infiltrada de la concejalía de turismo de esa localidad costera. Claro que más gracioso fue un concursante gallego que emprendió rumbo al pasaje del esperpento televisivo con un "Galicia siempre arriba", como si hiciera falta recalcarlo, no fuera a ser que se descolgase y acabase Vigo limitando con Gibraltar y los monos del peñón.
Y así, uno a uno, fueron entrando en la casa más rentable de la historia de la televisión en España todos los jóvenes que ven cumplido, según sus propias palabras, "un sueño". No sabemos si el sueño se culmina convirtiéndose en portada de Interviú o besando la fama como vocero mayor en el gallinero de Sardá.
Mucho se ha escrito y hablado sobre la intrascendencia de las vicencias de estos jóvenes concursantes que aspiran fundamentalmente a dar el "pelotazo". Tanto se ha escrito, que al final los que han dado el pelotazo han sido los que opinaban (aunque hay tristes excepciones cercanas al jacobinismo, doy fe).
Un año después, volvemos a contemplar a trece concursantes encerrados en una casa, que presenta un aspecto tragicómico en esta edición. El lujo o la confortabilidad han decrecido notablemente respecto a ediciones anteriores. Pero lo que se mantiene intocable, idéntico e imperturbable es el vago ejercicio de lo intrascendente, banal, insulso, ñoño, anodino, vulgar, latoso, baldío, romo, ramplón y sinsorgo.
Esto es para mí Gran Hermano, sea la edición que sea. Y así volveré a escribirlo dentro de un año.
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