Anda el personal soliviantado e indignado por un kikirikí. Inmisericorde, el telespectador salta a los escenarios de las redes sociales para burlar y hacer mofa, para desangrar, humillar y destrozar al músico que erró. No es un auto de fe, porque hay que disimular, que queda poco estético de Pirineos afuera y ya no tienen mayoría absoluta... Pero el linchamiento nos retrata como sociedad. Nos plasma como condescendientes y permisivos contribuyentes, convertidos en esponjas, prestos a enjugar el toreo y la insolidaridad, el mangoneo y la corruptela. La ética colectiva juega a la ruleta de la fortuna y cuando suena el eco del choriceo y el trinque decimos “pasapalabra”.
Nos enoja un gallo, un desliz. Nos decepciona y lo hacemos pecado y estigma antipatriótico en la religión de la distorsión. El escarceo en el pentagrama nos chirría, el desajuste en la cuerda vocal nos irrita y nos convertimos en jueces insobornables e inmisericordes. Pena capital, se escucha en la lejanía; expatriación, excomunión, incineración, lapidación. Todo vale para sepultar al indigno mequetrefe que sitúa nuestra bandera a la cola de Europa. “Que cante en español”, vocifera un lumbreras, como si pudiéramos siquiera tener un dominio con una eñe en Internet. “Muy españoles y mucho españoles”, que diría Mariano. Porque, claro, un gallo español es un gallo español, y no es lo mismo. También desafinó José Ángel de la Casa cuando Señor marcó el duodécimo gol a Malta, pero la embriaguez de la hazaña balompédica solucionó la discordancia.
El escarnio público, el meme, la coña marinera, el insulto… Todo vale desde el anonimato o desde la inquebrantabilidad de la autoridad o superioridad moral. Un gallo, un chirriante jipío conlleva condena. Démosle tiempo a los lobos, que alguno propondrá la reforma del código penal. Hay que desterrar al chico de los bucles de oro, guitarra cacofónica y camiseta psicodélica.
Curiosa forma de proceder la nuestra, masacrando al desafinado vocalista mientras glorificamos a los deudores, a los insolidarios, a los engañabobos y olvidadizos defraudadores a la Hacienda pública. No se constató tanto dolor público ni social cuando se conoció que Montserrat Caballé desafinó –tiene delito lo suyo, tratándose de una reconocida soprano- y olvidó presentar la declaración del IRPF ante Hacienda en 2010 alegando que era residente en Andorra. La cosa se cerró con un acuerdo: pena de medio año de cárcel por un fraude de medio millón de euros. La Caballé sigue dando nombre a centros culturales, además de poseer reconocimientos como la Medalla de Oro de la Generalitat de Cataluña, el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, el lazo de dama de la Orden de Isabel la Católica y la gran cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio, sin que haya constancia de que su comportamiento insolidario –paradigma del antipatriotismo- haya supuesto la retirada o anulación de ninguno de ellos.
Tampoco parece que a los exquisitos oídos del español medio le hayan provocado disgusto los desafinados comportamientos con Hacienda de los admirados, vanagloriados y loados Bertín Osborne (no sé si lo del delito de alzamiento de bienes y la condena a un año de cárcel fue en su casa o en la mía, Lionel Messi (al que muchos llaman Dios), Belén Esteban (escritora best-seller) o Arantxa Sánchez Vicario (sí, la de las muñequeras rojigualdas). Al contrario, siguen recibiendo empuje desde las televisiones públicas y privadas, se venden como churros los productos que anuncian o las camisetas con sus nombres.
Desafinar, lo que se dice desafinar, desafinó Pérez-Reverte cuando decidió clonar un texto que no era exactamente suyo. La cosa se saldó con una multa por plagio que le impuso en abril de 2011 la Audiencia Provincial de Madrid. Pero el “gallito” del admirador de Cristina Hendricks y de la testosterona embotellada no supuso castigo de los lectores (sigue vendiendo libros como churros, así, como suena) ni de la RAE, donde conserva su sillón.
Qué razón llevaba Remedios Amaya cuando se preguntaba quién manejaba la barca. Porque, si hay algo claro, es que seguimos a la deriva.
Gerardo Bellón llevaba toda la vida en busca de una palabra, una palabra con la que comenzar su libro. Necesitaba un simple vocablo. Solo uno. Desconocido, enigmático, quizá un simple monosílabo a partir del cual desenmarañar los líos que atrapaba su mente soñadora e inquieta. En un inicio se había planteado aquello como una búsqueda sencilla, pero el tiempo y, sobre todo, su inflexible exigencia lo habían alejado de la normalidad, convirtiendo el tránsito del hallazgo en un un viaje a la Atlántida. La sencillez fue dando paso a la complejidad, y la palabra deseada terminó por erizarse, transformándose en una pescadilla que se mordía la cola. Aquella palabra por discernir era, a un tiempo, el fin y los medios, la razón y el ser, Quijote y Dulcinea, Dante y Beatriz, inspiración y cefalea, amor y odio, brillo y oscurantismo. La búsqueda, su búsqueda, era laberíntica, indeterminada, como una metáfora desubicada y cincelada con el deseo.
Gerardo Bellón había viajado por el mundo entero a la caza de un sentimiento modelado en unos cuantos lexemas. Por sus manos habían pasado decenas de diccionarios, y todos los había recorrido con la mirada de principio a fin, dejando sus huellas en forma de manchurriones, anotaciones y otras cicatrices del alma. Pero ni en italiano, ni en turco, chipriota, ruso o chino mandarín, había sido capaz de recoger la palabra que se le resbalaba entre sensaciones enfrentadas y desesperación, pero también en las alas de la infinita perseverancia.
Se sabía escritor en el umbral de una obra, se percibía como una especie de funambulista viviendo en el equilibrio de un desequilibrio, como un cazador sin recompensa, pues ni siquiera las increíbles historias que había vivido ya antes de cumplir los treinta le hacían sentirse satisfecho. Él era, a fin de cuentas, un bicho raro sumergido en su propia consciencia, alguien que rompía todos los moldes, el que quebrantaba los estereotipos; él era de por sí una novela abierta e inconclusa. Y su tragedia era que siendo un hombre-novela, no había hallado ni vivido aún su palabra.
Gerardo Bellón era un Arquímedes literario en busca de un punto de apoyo con el que mover las fantasías de una vida de ficción que se resistía a ser narrada. Recién cumplidos los doce, en medio de la cena, mientras su madre servía el puchero, la miró fijamente y le dijo: “A abuelo y a usted quiero decirles una cosa: he decidido que no quiero ser jornalero, que yo lo que quiero es ser escritor, que aunque sea fijación, siendo como soy un mocoso, y me vean con la lógica desconfianza, quiero que sepan que lo he meditado, y quiero que mi vida esté derramada sobre páginas y no sobre los inacabables días de sufrimiento en el campo”. Aquél no era, lógicamente, el lenguaje habitual de un crío de su edad. Escuchar tal templanza contrastaba con su imagen de impúber en calzonas, con el pelo cortado a trasquilones y las rodillas llenas de señales y heridas que se había recabado en juegos y aventuras en la cañada, donde, algunas tardes jugaba a pistoleros y comanches.
Gerardito no admitía con gusto el diminutivo con que le reconocían los maestros de la escuela. No digería la chufla a costa de su nombre y pronto echaba mano de los puños para hacerse respetar en clase. Utilizaba en exceso los términos “Esperpento” y “Adefesio” para repeler las mofas de Miguelito “Tragaldabas” y de Chencho “el portuario” -dos de sus más enconados enemigos en las escuelas- hijo del corchero el primero, e hijo, supuestamente, de un marinero el segundo. Mientras éstos iban siempre zarandeando muñecas de trapo previamente decapitadas y vapuleando maltrechos esféricos hechos de retales de cuero con mil y un zurcidos, el pequeño Gerardo Bellón se entretenía cobijado en una sombra, abstraído de la chiquillería, de los goles, de las habilidades con las habas y de las guerras de piedras con las que más de uno se había quedado mellique. Cuando un chiquillo perdía su diente de una certera o desgraciada pedrada -según se mirase-, la solidaridad infantil convertía el campo de juego y batalla en una modesta pero de eficaz excavación arqueológica. Y la satisfacción de encontrar el diente arrancado prematuramente por la fuerza casi compensaba la desgracia del accidente y los consecuentes borbotones de sangre que evidenciaban la eficacia y el éxito del David de turno, por más que entre los pequeños no pudiera hallarse Goliat alguno.
A Gerardo no le gustaban las peleas de trincheras; él prefería llevar su mente de recorrido por las letras de don Ramón María, del que siempre le había llamado la atención tanto su imponente y afilada barba blanca como su manera de reflejar las vivencias de una España que se descomponía y desangraba, de un España que lloraba tragedia y perdía mucho más que la gloria de ultramar.
Aquel verano del 40, Gerardo le dijo a don Agapito, el maestro, que se iba a marchar del pueblo, que allí no encontraba la palabra que buscaba y que no le quedaba más remedio que partir en busca de alguna experiencia que le procurase el embrión de su novela, el punto de partida de su libro: “No sé si me haré entender, señor maestro, pero como las Sagradas Escrituras tuvieron su Génesis, al igual que todo fin vino precedido de un inicio, yo siento que debo partir en busca de esa palabra de la que brotará mi carrera literaria, que ya sabe usted que yo ya soy escritor aunque aún no haya comenzado a escribir”. Aquel arrebato acabó con el aviso del maestro y con una buena zurra de su abuelo Antonio. Para completar el escarmiento, se le impuso algo parecido a una cuarentena, pues al pequeño de los Bellón se le prohibió salir a la calle durante cuatro semanas. Todos conocían su obstinación y sabían que su anuncio no era una idea peregrina ni un arrebato momentáneo, sino una idea madurada, meditada, ya fermentada.
En el pueblo muchos lo habían tomado por un loco. Pero él había mostrado
frecuentemente su cordura en largas y vastas conversaciones con todo aquel que le daba palique. El cura Dionisio decía que era peligroso darle cuerda; él lo sabía de primera mano, pues sus discusiones acerca de la Religión y sus consecuencias habían terminado en muchas ocasiones a las tantas de la madrugada, con Agustín, el tabernero rendido sobre la barra de madera oscura que se imponía alta y repleta de cicatrices sobre los bebedores. Era la frontera entre la ilusión, la excitación y la supuesta normalidad. Era el otro opio del pueblo, el que animaba a los clientes a lanzarse al ruedo de una dialéctica que iba y venía sobre los goles de Mundo, Gorostiza, Campanal y Unamuno, de los muletazos de Manolete, o de los torreznos de la señora Adela, un manjar culinario que enaltecía con contundencia don Marcial, el médico. De política poco se hablaba, sometida la población si no al pensamiento único, sí al silencio que marcaban el el temor y la disciplina. De eso sabía mucho Agustín, quien seguía sirviendo chatos de pura chiripa, pues si aquella mañana de 1938 no se lo hubiera cruzado Anselmo Cepa y hubiera dado orden de bajarlo de aquella camioneta, sus huesos habrían quedado para siempre sepultados en el olvido de una zanja, como los de otros tantos que no tuvieron tanta fortuna.
Gerardo Bellón conocía ésta y otras historias de los tiempos de la guerra, pero ni siquiera en esas escalofriantes narraciones hallaba su palabra para edificar su libro. La aldea ya no presentaba para él ninguna posibilidad. Se sentía prisionero en una celda a la que había llegado desconcertado, y él resumía la situación diciendo: “Se me está durmiendo la vida”. Su existencia era ya por entonces una compleja dicotomía y sentía que había llegado al cruce de caminos en el que debía elegir la nueva senda. Era despertar o languidecer, y él no estaba dispuesto a renunciar ni a capitular, bajo ningún concepto.
Nada logró frenar su búsqueda, ni siquiera la esforzada labor de su abuelo, quien le dejaba anotada cada noche bajo la almohada en un pedazo de cuartilla, una palabra , con la esperanza, siempre vana, de encontrar esa pieza mágica que supusiera el arranque de la obra.
Paradójicamente, el futuro de Gerardo ya estaba escrito y, con los años, aquel pequeño terco e incansable se convirtió en “Gerardo, el nómada”, “Gerardo, el desaparecío” o “Gerardo aventuras”, motes en su mayoría empapados del gracejo popular, aunque alguno fue tirado con mala intención, como aquel de “Gerardo, el comunista”, pues el niño que huyó del pueblo con apenas doce años poco o nada sabía de política. Se marchó, dejando una carta escueta, apenas treinta y seis palabras, sabiendo que ni en cien veces esa extensión habrían hallado el consuelo su madre y su abuelo. Durante setenta y siete años, había recorrido el mundo escudriñando en los amores, en las botellas, en los puertos, en los desiertos, incluso en los seminarios. Combatió a los alemanes en las Árdenas; fue ayudante de repostería en Bruselas; y trabajó como carpintero en Algutsrum, una pequeña aldea del municipio sueco de Mörbylanga. Buscando una palabra para ver nacer su libro, viajó en globo por Nueva Zelanda, fue pescador en la Nueva Escocia canadiense, fotógrafo en Brasilia, chófer en Casablanca, guardagujas en Liubliana, trompetista en Buenos Aires y camarero en Lisboa. Apenas unas postales, escurridas de palabras, escuetas y modestas, enviadas a su madre, servían como prueba de sus andanzas. Gerardo Bellón fue, según su residencia, “Gerard”, “Gerd”, “el Español”, “el Rubio”, “Panocha”, “Ardo”, “Petate” y algunas decenas más de apodos y otros remiendos de nomenclaturas que formaron, con el paso de los años, una heterogénea y curiosa colección.
A los veinte años, ya había escarbado en vivencias que a otros les habría dado para narraciones extraordinarias, vastas biografías o para cuajar y dar forma a libros de aventuras. Pero él seguía sin el germen de su obra, sin ese chispazo o detonación que provocase la irrupción de largas hileras de palabras que dieran forma a tan curiosa vocación o empeño, que ni siquiera él sabía ya a ciencia cierta si era lo uno, o lo otro, o una extraña mezcolanza, quizá indescifrable.
Conoció el frío de Odesa y las alturas de Machu Pichu; probó los labios de una colombiana y los puños de sus cinco hermanos; amó apasionadamente a Marie Eugène, una poetisa austriaca, lo mismo que a Marieta, la suiza de padres españoles con la que compartió buhardilla en Grenoble. Fue mordido por un cocodrilo en Australia y atropellado por un Ford en San Francisco. Puso una tienda de cachivaches a las afueras de Varsovia y encontró empleo en una mina sudafricana. Sufrió la cornada de un toro en México, pintó fachadas en Managua y vendió refrigerios a las afueras de una fábrica en Guayaquil. Tardaba cinco minutos en hacer la maleta y aún menos en despedirse de sus amores y de sus desventuras. Seguía como antaño, usando los puños para dirimir las disputas y había noqueado a sus rivales en tantas ocasiones como él había besado la lona de una taberna, de un tuburio o de cualquier antro donde a veces buscaba inspiración y siempre aguaba sus frustraciones. Detrás de las penalidades y las desventuras, o podría decirse que en paralelo, vivía Gerardo Bellón instantes de plenitud y de cuando en cuando frecuentaba ambientes que a priori parecieran vedados a alguien como él. Hablaba seis idiomas y se hacía entender dondequiera que se encontrase, lo mismo en China que en la India. Vivió unos meses en un palacio vienés, conoció a filósofos franceses del París de los años sesenta, bebió vinos que sólo podían encargar los hombres más ricos del mundo y podía tocar con facilidad hasta trece instrumentos.
Viajaba, erraba, se caía y se levantaba. Huía, volvía y desaparecía. Siempre sintiendo la derrota, a menudo con la lupa, con el imán, con el bisturí para diseccionar la realidad en busca de la palabra que se le resistía día tras día, semana a semana, un año después de otro. La buscó en un aserradero de Arizona, en una cabaña de Alaska y viviendo a la intemperie a las afueras de un pueblo de Normandía. Conoció la cárcel en Estambul, el presidio en Dublín, el el encierro en Praga y el penal en Montevideo. Pocos reos habían leído y asimilado a Homero, Platón, Aristóteles, Pitágoras, Séneca, Hume, Berkeley, Hegel, Kant y Santo Tomás. Su mente era tan brillante como oscuras las noches en el frío de las celdas inmundas, cuando sus huesos se calaban de humedad y la tristeza perforaba sus entrañas.
En una ocasión, no dudó en lanzarse al Sena para salvar la vida de una joven que pretendía suicidarse. Cuando los gendarmes sacaron a la suicida y al héroe de las gélidas aguas del río parisino, Gerardo Bellón se sentó con toda la calma del mundo sobre el empedrado suelo de la orilla y cerró los ojos creyendo que quizá en esa ocasión le asaltara la palabra definitiva, la original, la definitiva, la huidiza, la retorcida, la canalla, la etérea, la puñetera, la palabra maldita o amada, deseada o temida, anhelada, martirizante y obsesiva palabra a la que no podía poner rostro ni relieve. Pero tampoco en esa ocasión pudo el aspirante a escritor gritar su deseado Eureka.
Buscó la ayuda celestial en tres religiones, en cientos de recintos sagrados a lo largo de todo el mundo, y disimuló tener fe para ver si algún dios, fuere el que fuere, tenía a bien prestarle ayuda. Leyó a Flaubert y a Stendhal, como a Heine, Leopardi, Dumas, Lord Byron, Shakespeare, Homero, Tolstoi y Sófocles, por citar solo algunos de los cientos célebres a los que accedió con malsana envidia, credulidad y entereza, pues las hojas pesaban para él como ladrillos, siendo maestros todos ellos de la literatura universal que habían encontrado no ya una palabra manantial, sino la desembocadura misma de la creación literaria.
Después de 77 años de incesante búsqueda, el errante regresaba a su pueblo natal. Resultaba paradójico que habiéndose encontrado a sí mismo no hubiera sido capaz de hallar esa combinación de letras que le permitieran colocar en el andamiaje de su ansiada literatura esa primera piedra de la edificación que parecía imposible de levantar. Sólo unos cuantos ancianos recordaban a Gerardo Bellón. Apenas una decena: Tomasín, el Peregrino, Cachipote, la Chinata, Flores, Rocío, la señora Elvira, Juan Pedro el alguacil, Florencio y Balbina. Su siglo, su tiempo había transcurrido, se le había escapado en su interminable e infructuoso viaje. Pocos, muy pocos jóvenes habían oído hablar de él a través de los relatos de sus mayores.
Lo primero que hizo cuando volvió al pueblo fue acudir al cementerio donde sabría que encontraría a los suyos reposando tras una losa de mármol. Allí lloró y de entre sus ojos casi apagados discurrieron lágrimas que se aceleraban con el recuerdo de su infancia. Ahora, con ochenta y ocho años y un diagnóstico comunicado con contundencia y sin remilgos, sabía que había llegado su hora. No tenía nada ni a nadie. Había vuelto para morir.
Apenas tres meses después, tumbado en la cama de la residencia de ancianos, recibió la visita del equipo de cuidados paliativos. Todo intento de alargar su vida era en vano. Poco antes de perder las fuerzas para hablar, había dado orden de entregar un sobre al dueño de la imprenta, solicitado que no le visitase más ningún médico y prohibido el acceso al cura. El 12 de marzo de 2017, en una estricta soledad, falleció Gerardo Bellón.
Apenas veinticuatro horas después, a las afueras de la localidad, en el crematorio se habían dado cita no más de treinta curiosos para despedirlo. Transcurrido el trance de la incineración, todos se dispusieron a regresar al pueblo, pero en aquel preciso instante, irrumpió en la calle con inusitada violencia una furgoneta de la que bajó a trompicones un mozo desaliñado y sudoroso. Abrió la puerta trasera del vehículo y sacó de ella una caja. La desprecintó y comenzó a coger de ella un montón de libros. Se acercó a los sorprendidos vecinos y comenzó a repartirlos entre ellos. Todos se encontraban desconcertados. Se miraban los unos a los otros buscando una explicación a aquel inesperado acontecimiento. Las tapas de los libros eran de un azul brillante. La encuadernación era esmerada. No podía leerse en las tapas ni título ni autor, ni la más mínima señal o indicio de lo que habría de hallarse en su interior. Poco a poco, todos comenzaron a abrir los libros. Sin excepción, se encontraron frente 76 páginas en blanco. Solamente había un vocablo en todo el recorrido de las hojas, concretamente en la página doce, el número que coincidía con la edad a la que el pequeño Gerardo había abandonado el pueblo. Una única y solitaria palabra, desnuda, pero contundente, impresa en negrita. Un término que era inicio y fin a un tiempo, el vocablo tesoro que resumía la vida del autor, y la conquista definitiva de una búsqueda que se suponía infructuosa. La había tenido acariciando sus labios durante décadas, y solamente en la antesala de su epílogo terrenal había comprendido Gerardo Bellón que siempre la llevó consigo. En la página número doce se resumía en una sola palabra toda la vida real y literaria del autor. Con toda la magnificencia, con todo su esplendor y contundencia, al final Gerardo Bellón había llegado a su Atlántida. En esa página doce se leía “Silencio”.
Acabo de ver pasar a la palabra esperpento huyendo despavorida. Ha sido sentarme a escribir algo sobre la situación que vive el PSOE, y esas diez letras así puestas, ordenadas, con todo su significado, color y capacidad descriptiva han puesto pies en polvorosa. Deberé conformarme, pues, con alternativas, vecinas, suplentes y otras enredaderas del léxico. La situación permite amplia flexibilidad y en nuestro idioma abundan los términos para describir lo insólito del guirigay psicosocialista ex obrero y aún español.
El PSOE es ahora mismo un lienzo tenebrista salpicado de manchas de grasa, cubierto por polvo cercano al olvido, al que pretenden restaurar con la escobilla de un retrete. La gestora es la gestante kafkiana que amamanta, atemporal, al moribundo. El partido es casi un fósil, y la ciencia política en Ferraz es poco menos que un yacimiento arqueológico. Es triste, doloroso y nefasto para el recuerdo de su origen, pero el PSOE es hoy el Atapuerca del socialismo ibérico y hacen falta delicadeza, esmero y paciencia para hallar las causas y escuchar aquello de “Hora y casusa de la muerte”.
Susana Díaz controla el aparato; el aparato es controlado, a su vez, por el sistema. Lo demás es drama y maquillaje, impostura, teatralización, opio, sueño estéril inducido, vana ilusión, reflejo irreal y mamandurrias de la historiografía. Lo demás es un desfile de sombras en el tanatorio de las ideas, con Susana haciendo que llora mientras interpreta un guion tan forzado que nadie sabes si es un drama, una comedia o un agujero negro que acabará tragándose las propias mentiras de la presidenta andaluza. Susana es la Mary Poppins de la Banca y del Capital, recitando de memoria su Supersocialísticoespialidoso en La menor. Susana es la hechicera de descreídos, pensadores, escépticos y soñadores, la anestesia a la izquierda, la dormidera del resurgir, la telaraña que atrapa el despertar, el Valium del cambio, la fotocopia felipista.
Que al aparato esté con Susana es una muestra pantagruélica del drama. Qué decir de ese desfile de zombis políticos arropándola con pretendida convicción. Su impulso lo adquirieron en las puertas giratorias, en las cenas con estrellas Michelin y el disfrute de palcos, chóferes y otros pequeños caprichos del proletariado de postín en el carnaval de los tiempos. Vitorean a Susana precisamente aquellos que convirtieron el partido en un nido de traiciones y desengaños, aquellos que arrastraron al PSOE a la cara B permanente del PP, a la cruz de un sistema que reniega del progreso, de la prosperidad y de la modernización del país para someter a los jóvenes, a la izquierda que no se avergüenza de ser izquierda.
De entre los convencidos palmeros destaca por su fiereza y convicciones de servicio al Capital Felipe González, el gran embaucador, el mayordomo, el correveidile de los States, el mandao, el “obrero” amigo de Slim, el “niño de los gases”, el que nunca ponía un uno ni un dos en la quiniela, el mito desmitificado, apoltronado, aburguesado y desmemoriado, el ventrílocuo de las sombras en la Transición… Felipe fue las arenas movedizas del cambio. Él se lo zampó todo.
Y en la comparsa que acompaña a la marcha fúnebre, presentes Zapatero y Rubalcaba, como Valenciano, Bono, Corcuera, Caballero, Puig y Chacón, enterradores del muerto viviente, chapuzas integrales que han ido arrancando pétalo a pétalo una rosa que ya sólo presenta espinas.
Y ya sólo sobrevive el drama, el gran drama, porque en este PSOE no hay ningún César y sólo quedan Brutos. Y lo peor es que no están dispuestos a matarse entre ellos, sino a seguir acabando con los sueños de la izquierda.
La televisión agita su melena al viento y nieva caspa. El enfermo no es imaginario, ni hay hipocondría que valga: es el sistema inmunoilógico el que está tarumba. Las defensas se comen los órganos y han empezado por el cerebro, templo maldito sin visitantes. Nada detiene ya el avance del imperio catódico, y del chismorreo hemos pasado a la exposición de las vísceras, de lo rosa al lado más putrefacto del Pantone. Que cada cual elija los tonos. La menopausia se adelanta a la pubertad. La metáfora es un soldado de plomo cayendo en arenas movedizas.
La caja tonta es ahora gilipollas, y los presuntos debates se alejan de la clave para ser un circo que cambia de atracción al ritmo de las redes sociales. Los desinformadores oficiales se regodean en el pluriempleo y en la alucinación colectiva que cree que los sapos pueden formar un coro de esclavos como el de Nabucco. La intelectualidad ha dado paso al exhibicionismo; la razón al vociferio; la dialéctica al escupitajo; el pensamiento al exabrupto; y el diálogo al monólogo de algo que dicen que es humor. A la audiencia se la aleja de la Ciencia, se la martillea con zarandajas y medias tintas. Se la sumerge en pozos de infamia. Se la reboza en absurdos perennes. Se la salpimenta con silicona, botox y cirugías del incordio y del miocardio. Darwin llora el triunfo del involucionismo.
Estalla la ovación; el regidor cae rendido de estrés. El guion es la pantomima inmortal, estrella de la noche. Al saber le han puesto un marcapasos porque se temen lo peor. En la sala de Urgencias, el devoto es televisado: es juez y parte; observador y observado. Permanece lánguido y derrotadosobre una camilla de cristal blindado. En un último intento, se incorpora súbitamente, aplaude como fuera de sí, sonríe. De repente, todo su rostro muestra un tono rosáceo. Era su última voluntad. El médico certifica su fallecimiento. Una mueca menos en el revólver del share. Por la megafonía del hospital suena la voz de Bertín Osborne interpretando una versión de The Show Must Go On por rancheras.
El telespectador era donante de órganos. Su alma mariloniana desembarcará pronto en el Nuevo Mundo de otra vida, garantizando la perpetuación de la especie. Nadie osará a cambiar de canal.
Mientras los medios llenan de sonrojo y sucesos las portadas de la prensa de papel y, sobre todo, de la digital, el pueblo español amplía sus tragaderas y encaja como un Rocky Balboa de teatro las embestidas del poder. La indolencia mayoritaria ha convertido en festín el furibundo despiece del Estado del bienestar. Golpes bajos, orquestadas traiciones, guiones y distracciones nos llevan al sumidero donde, de manera ordenada y educada, aceptamos el devenir de los acontecimientos y contemplamos las reivindicaciones, las críticas y las causas como una reencarnación posmoderna del hombre elefante de David Lynch. Al fin y al cabo, volvemos al blanco y negro, al borrón, a la mancha de tinta sobre el blanco que otrora soñábamos. Cualquier atisbo de crítica que asome de nuestros labios o del cauce que describe nuestra pluma será considerado contrario a la causa del conformismo, tierra prometida de la inconsciencia. La montaña rusa se ha transformado en un encefalograma plano; la sinuosidad desaparece para idolatrar a la oveja Dolly (por algo empezaron clonando una oveja; parece que la cosa va de rebaños).
Es la indolencia el deporte patrio, ataviada en ocasiones de esférico sobre el césped, dormidera colosal que devuelve como eco sempiterno el gol de Iniesta. Nos crecen los GALES, los goles, las corrupciones, las gürteles, los pedrosanchecidios y los Ratos. Nos suben con desvirgada crudeza el precio del crudo, se mofan de nosotros desde las Eléctricas, trapichean con las pensiones. Lideramos mundialmente la donación de órganos… ya en vida, porque la indolencia lleva asociada la generosidad acrítica, desprevenida, pero también depravada de la inacción, de la inapetencia, de la contemplación sumisa y de la genuflexión cerebral. ¿Acaso no es una donación –o quizá una trasfusión- lo que hace el Estado con las empresas que no lograron los beneficios que esperaban con las autopistas de peaje? ¡Y qué decir del rescate a los bancos!
La indolencia conlleva donar parte de nuestro ser, de nuestra alma, de nuestra libertad, por más que consideremos la propia indolencia como una opción, precisamente, de nuestra propia libertad. No es un trabalenguas: es dolor. No hay libertad si las pantallas, las páginas y los altavoces vienen condicionados por la artesanía de los anestesistas, de los embaucadores, de los poderosos y de los ventrílocuos. No hay privilegio sin la contrapartida de la necesidad. Y lo más duro, desolador y triste: no hay opción de mejora si la indolencia sigue ganando adeptos día tras día en un país que se vanagloria de sus carencias.
No habrá acuerdo de izquierdas, porque aquí lo correcto está sentado a la diestra del dios dinero y éste no va a consentir siniestras, ni a Pedrito Sánchez levantarse con el pie izquierdo. La perversión del lenguaje, el aderezo religioso, los intereses creados, el capital, la guita, la pasta, la pela, la plata mandan, que no está el horno para bollos, y antes asistimos a la ceremonia del canibalismo en la izquierda que a la fertilización de semejantes lares ideológicos. Pedro y Pablo son Caín y Caín, hermanos broncos luchando por la misma teta. Si Pedro claudica ante el ascenso de Pablo, enoja a los suyos, principalmente a los barones –y no precisamente rojos-, a los rubalcabas, chacones, felipes, garciapages y otras chicas del montón, que esto es almodovariano, bacteriano y errequerreeante.
No habrá acuerdo en la izquierda, porque en las trincheras de los matices nadie asoma la jeta, no sea que se la partan y se acabe el chollo. Eso lo sufre también la derecha, con un Rajoy blindado en su cámara segura, detrás del grosor de un plasma y con Soraya y la guardia imperial, Marhuenda, Rafa Hernando “Maquinavaja” y los demás ninjas de Moncloa. Pero el electorado de derechas tiene más estómago y aunque contemple en Mariano una penitencia, un sobrero o un sin luces, se aprieta los machos, se encomienda al destino y a su sino y le da al cacharro de la papeleta, y votando que es gerundio. Pragmatismo a raudales en la tierra del olvido y del “dame pan y llámame tonto”, aunque ese pan sea de papel o virtual y cotice en el Ibex 35.
La izquierda no se pondrá de acuerdo porque la brújula está hecha unos zorros y cada cual mira por su ombligo cardinal. La veleta es la metáfora viviente de los donde dije digo digo diego, y entre vuelta y vuelta, hastiaron al proletariado, que se come el orgullo cada vez que es llamado a urnas y aprieta los dientes para decidir si apunta al Este, al Oeste o se queda en casa maldiciendo.
Gobernará la derecha, porque la izquierda se atasca en sus complejidades intrínsecas, en sus devaneos y en sus mamoneos, en sus rencillas y en sus rencores, en su pasado y en sus placeres venideros, como una especie de temor del que nacen anacronismos.
Gobernará la derecha, porque el éxito de una izquierda (que dice no ser izquierda) es el fracaso de una izquierda que dice ser izquierda aunque no lo sea del todo, y viceversa.
Gobernará la derecha o iremos a los penaltis -unas terceras elecciones-, porque, al fin y al cabo, somos Sapiens dominados por nuestro instinto de supervivencia.
El fútbol es ya más los hijos que el padre, la corteza que el núcleo del átomo, las consecuencias que la causa. El fútbol es el revuelo, la chispa, la bronca, el claxon, el aspaviento, el enfurruñe, la ceguera y la obstinación, la premeditación, el bocata, la guerra, la tribu y el opio del opio al cuadrado. El fútbol ya no es el juego, sino la circunvalación, la adormidera programada, el hermano mayor y espabilado de HAL 9000, o el bicho de Alien, el octavo pasajero, haciendo de tripas corazón y dándole al marcapasos para que los corazones leviten en la oscuridad.
El fútbol es una pecera con más peces que agua, parafernalia, enjambre de sambas, cánticos desnutridos, himnos guerreros, aves rapaces con bufanda y nostálgicos de Atapuerca. Porque el fútbol, a fin de cuentas, es un yacimiento, una momia a la que reviven los fines de semana y fiestas de guardar. El fútbol es un lamento, un borrón y cuenta nueva, una chapuza cósmica que deviene en deidad y llama goles al maná. El fútbol es la contradicción de la nostalgia, la trinchera anti filosófica, el rellano de la escalera, donde ya no se cruzan los vecinos ni palabras ni miradas, ni deseos ni esperanzas. El fútbol es fútbol, pensamiento boskoviano, necrológica de la razón y desaguisado, entuerto y colofón de crispaciones. El fútbol es antes y después, pero no durante; es amaño, compraventa, trapicheo, apuesta, engañifa y maquiavelismo asíncrono; preámbulo y funeral, pero no trayectoria. El fútbol es un juego que nace muerto, que es mito y no realidad. El fútbol es lograr una entrada, un pase, una llave mágica, un vuelo y un hotel, una discusión de bar, un compañero de asiento, una camiseta, un lema y una voz rota.
Y no, el fútbol ya no es lo que era. El fútbol se fue para no volver, y nos han dejado esto, una especie de zombi, de parásito que vive del esfuerzo ajeno. El fútbol ya no fue más inocencia ni ilusión en los ojos de un espectador. El fútbol se vendió a los presupuestos, a Qatar, Fly Emirates y otros inversores compravidas. El fútbol vendió su alma.
Electricidad, espasmos, bucles de desesperación, chisporroteo, descargas y adrenalina.
Oteando las rutinas y elevando el espíritu hasta la cima de la esperanza.
Vuela el lamento y los ojos peregrinan en la mirada. Vuelo a oscuras y vertebro los episodios del día en una biografía inacabada e infeliz, donde reposan los sobresaltos, las huellas del dolor, las muecas del destino, el horizonte agrietado que da paso al epílogo.
En la salud y en la enfermedad, en el vapor, en la melancolía, en la consciencia y en la lucidez. En la áspera visita del recuerdo, en los ojos brillantes de una luz que apaga la sonrisa, en las venas que vehiculan la suerte. Los anocheceres salvajes, la impertérrita soledad del aniquilador. Humo que traza la silueta del peligro. Huye, que el desertor enjugue la infelicidad en la blanca densidad intransitable, que venza su miedo en la alfombra de acero, antesala del adiós temido.
Solo, en la orilla, contemplando morir las olas en partos de espuma, en ciclos inertes arrastrados al azar, pisadas moribundas que marcaron el tiempo en la inútil creencia de la historia.
Plácidamente adormecido, moribundo, alienado entre las velas del culto, sangrando los oídos, enmudecidas las sonrisas y apagados los ecos del latido, me uno al rebaño en el desfiladero del tiempo que fue o que nunca ha sido.
Panamá es un epílogo burlón en el libro que presagia nuestro destino de impertinencias digeridas. Discretos eructos por lo bajini resumen el proceso de asimilación de los españoles con las corruptelas por tierra, mar y aire: el pasen y vean posmoderno que mantiene entretenidos al antropólogo y al teólogo. Mucho ruido y pocas nueces en la despensa patria, colosal agujero negro que engulle académicos besugos, merluzos y deslenguados, emperadores del machismo y del clasismo, percebes de una rue RAE cuya altanería es la pescadilla que se muerde la cola; gambas macarriles, arenques reaccionarios espetando bacaladas y enviando alcaldesas al puesto de pescado desde el sillón aterciopelado.
Si Panamá es un paraíso fiscal, España es el paraíso de los jetas crónicos, la tierra prometida para los mangantes de postín. España es la barra libre de la corrupción. Pero de la corrupción en plan bien, con el sello de la democracia ejemplar, del desarrollo y el paradigma del milagro económico, por mucho que Rato nos saliese rana, y entre tanto croar aún siga viviendo en nenúfares dorados.
Y mientras los vivos musitan, aquí les hacemos los homenajes a los muertos en un ejercicio de anacronismo funerario tan absurdo como banal. España es la epidermis de la sombra, el espejo deformante de la realidad edulcorada y coloreada. Aquí se habla bien de los muertos porque no tenemos presupuesto para mandar una corona. Aquí se vende la memoria de las cenizas al peso, porque el difunto ya no pestañea ni puede cagarse en los muertos de los fariseos, por mucho que habite ya en esos lares. Los trepas no cabrían en el arca de Noé, ni aunque le encargasen el diseño a Calatrava, que va de puente a puente y tira porque le lleva la corriente. Aquí.
Equilibristas de la indecencia perpetran sus escorzos con alevosía y nocturnidad, seguros de que cuando lleguen los focos, si llegan, será cuestión de pasar un calvario en versión amortiguada, reducida, porque ésta es la finca del todo vale y cuando la historia se pone impertinente la enterramos en una cuneta. Por el contrario, glorificamos a los matones en valles y paraísos terrenales y convertimos las jaulas de la tortura y la indignidad humana en mausoleos.
Panamá es un epílogo burlón y carnavalesco, pero ya ni siquiera nos queda Larra para darle un toque romántico al asunto. Porca miseria.
En la España doliente, la tierra con alma de arenas movedizas, se juega al parchís sobre un tablero de ajedrez. Aquí el listo somete al inteligente, el talento es pisoteado por la picardía, el tramposo le roba la cartera al ético, el domador le quita la red al trapecista y el hombre bala lloriquea en la consulta del psicoterapeuta porque la mujer barbuda los dejó a él y al circo para entrar en la casa de Gran Hermano.
En la España doliente el ególatra zancadillea al filántropo, el filántropo al inspector de Hacienda, el inspector de Hacienda al vecino del quinto, y el vecino del quinto le raya el coche al del tercero, que, naturalmente, tiene el seguro a terceros.
En la España doliente el mediocre pasa por intelectual, el bocachancla por periodista, el obtuso por poliédrico, el amoral por cultural, el beato por científico, el trilero por filósofo, el cariacontencido por circunspecto, el alto por pigmeo, el gnomo por pantagruélico, Orfeo por un querubín, Moby Dick por un salmón y el señor obispo por un boletus.
En la España doliente el plagiador vende libros, el que desafina lanza discos, el tonto no se repone de su tontuna pero le saca partido como en ningún otro sitio, el intestino somete al cerebro, el chisme a la verdad. En la España doliente, las mangas se dieron de sí por albergar demasiados ases, y las promesas no volverán porque se quedaron junto a las golondrinas.
En la España doliente el blanco es negro, el tenor soprano, la rabia vapor, la traición moneda, el amoral mecenas, el becario agricultor y el célibe un Tenorio.
En la España doliente nada duele... y así vestimos al santo.