Hemos estado unos días por Calp(e) por cuarta vez y me he acordado mucho de Chirbes.
Entre otras cosas, porque he visto las grúas otra vez trabajando a buen ritmo. Por ejemplo, a escasos metros del apartamento, en la playa Arenal-Bol, estaban construyendo un hotel de 30 pisos de altura (tiene prevista su apertura en el mes de mayo de 2017).
Por este titular del periódico Levante-EMV del 3 de junio. En portada, con fotografía del ínclito: "Carlos Fabra retoma la vida laboral como agente de seguros" Y añade: "El expresidente provincial aprovecha el tercer grado para ofrecer sus servicios a empresarios". Menos mal que en el interior, página 10, decía que "algunos ni siquiera lo han recibido".
No recordaba el nombre del primer sitio al que fuimos a comer, pero sí que Alfonso Armada lo citaba en una de las mejores entrevistas que le han hecho al de Tabernes de Valldigna: Rafael Chirbes: "No hay riqueza inocente". Hoy la he vuelto a releer entera y es una delicia.
Abro paréntesis. El restaurante se llama Un cuiner a l´Escoleta de Sagra. Cierro paréntesis.
Además, la familia del escritor recogió el Premio Nacional de Literatura 2014 y, con este motivo, se puso en circulación el discurso que Chirbes quería leer ante Wert y cía: Un parlamento que no pronuncié.
Así las cosas, he echado mano del número 112 de la revista Turia (finales de 2014). Hay ahí un dossier extenso sobre su figura y también un texto inédito de Chirbes que él presenta así: "busco en los cuadernos en los que, con escasa disciplina, vengo anotando opiniones y recuerdos desde mediados de los años ochenta, y selecciono algunas notas que tienen como banda sonora común un fondo de violencia". Me he permitido transcribir un par de páginas largas de su viaje a Donostia para presentar la novela Crematorio en diciembre de 2007. El texto se titula A ratos perdidos.
15 de diciembre de 2007
Viaje relámpago a San Sebastián. La playa de La Concha desde una habitación del Hotel Londres y desde la cristalera de la cafetería. La mañana, muy fría, despliega un cielo purísimo, una luz que fluctúa entre el acero y el oro. Todo se recorta con nitidez, sobresale, reluce: el barrio de pescadores al pie del Urgull, las torres doradas del ayuntamiento, un pretencioso juguete. El mar es una lámina, espejo sobre el que se reflejan las edificaciones como en una acuarela impresionista: colores levemente desvaídos, finísimos. En esa calma, sorprende el borde de espuma de las olas al romper en la playa, formando un impecable arco de circunferencia: entre las boyas dispersas en la bahía se ven las cabezas cubiertas con gorro y los brazos que se levantan rítmicamente por encima del agua: son las nadadoras del Club Atlético, mujeres maduras -algunas, ya ancianas- que ni siquiera esta gélida mañana de diciembre renuncian a su baño diario. El termómetro que hay a pocos metros del hotel marca dos grados por encima de cero.
A las once de la mañana ya estamos tomando riojas y unos pinchos -mis añoradas gambas con gabardina, crujientes y esponjosas, como hace años que no las tomo, una delicada tortilla- en una tasca que se llama Paco Bueno, en el barrio viejo. Mientras damos cuenta de nuestra consumición, el propietario cierra las puertas metálicas porque hay convocada una huelga general de dos horas en protesta por la ilegalización de Batasuna. Permanecemos en el interior del local, en compañía de varios hombres con aspecto de jubilados, varios de ellos tocados con txapelas y con ese aspecto tan característico de la tierra: tipos humanos polisémicos, porque parece que concentran en su físico rasgos campesinos, arrantzales y urbanos, como si para tallar sus caras hubieran trabajado en equipo el mar, la tierra y la ciudad, también su pausada manera de caminar, el tono de su voz es extraña mezcla de mar y montaña, de lo rústico y lo urbano. Cuando salimos, las calles que media hora antes bullían de actividad, se han quedado desiertas, reina un ambiente como de mañana de domingo. La ciudad está acostumbrada a estas peculiares ceremonias cívicas que todo el mundo cumple con la misma mezcla de devoción e indiferencia que en los años cincuenta se tenía en las ciudades castellanas por la liturgia religiosa: cumplimiento del deber de conciencia en unos, y en otros un variable temor a perder la consideración por parte de la sociedad; en muchos, una confusa mezcla de ambas cosas. Ser un buen católico te colocaba en una escala de valores que te amparaba más como ciudadano que como persona, salvaba tu día a día más que tu aspiración a la eternidad.
En el apacible callejeo, mis acompañantes saludan a buena parte de la gente con la que nos cruzamos, al estilo de quien es alguien en una pequeña ciudad, la gente viste bien, con ropa de calidad y marca, y muchas de las señoras que pasean en pequeños grupos o que caminan a solas, se enfundan en caros y elegantes abrigos de pieles que entonan con la calidad de la arquitectura, el buen gusto de lo que exhiben los escaparates, o la excelencia de los productos que se exponen en la barra de la taberna que hemos abandonado hace un rato: el conjunto transmite la imagen de una sociedad refinada y opulenta lo que, para quien viene de fuera, convierte en bastante inexplicable que, por debajo, exista ese violento enfrentamiento entre españolistas y nacionalistas, y sea uno de los puntos del mundo en que se libra una guerra. No cabe en la cabeza que por detrás de las ostentosas joyerías (consagración de lo eterno) o tiendas gourmet (celebración de lo efímero), por debajo de las elegantes instalaciones de este hotel con sus pretensiones decorativas de vieja aristocracia british, se muevan fabricantes de explosivos, pistoleros que le aprietan a alguien la bocacha de un arma en la sien o en la nuca, confidentes con las manos manchadas de sangre, policías torturadores, pistoleros y matones. Me esfuerzo por armonizar esa doble imagen, por superponer los dos planos ajustando los perfiles de una y otra para que formen una sola figura, pero me cuesta, no lo consigo, más aún cuando por la noche ceno con los organizadores del acto en el que he intervenido, en un saloncito privado del Kursaal. El camino hasta allí: la arquitectura del Victoria Eugenia y el Casino, los globos luminosos del elegante puente del Kursaal, todo tan belle époque, tan hecho para gustar, y esta gente afectuosa, amigable, tan civilizada, tan acostumbrada a comer y beber bien, tan amiga de cocineros y artistas, atravesada por esa latente pulsión de violencia: cuadra todo muy mal, el hedor de la sangre, los miembros esparcidos en mitad de esta calle que pisan zapatos elegantes. El centro en el que he dado la charla se llama Ernest Lluch en memoria del socialista asesinado por ETA. Las luces de Navidad componen consignas políticas -ASKATU, leo- como si pudiera existir una lucha que compaginara la sangre con el buen gusto. Sí, ya lo sé, el nacionalismo, Franco lo exarcebó, claro que sí, yo estuve en Carabanchel por apoyar a los vascos en el siniestro consejo de guerra que se conoció como Proceso de Burgos, conviví en Carabanchel con Sabino Arana Bilbao, uno de los condenados en el proceso (evidentemente, no el ideólogo decimonónico Sabino Arana Goiri), inteligente y generoso, y con un muchacho bueno y noble que se llamaba Iñaki Aizpuru Zubitu, los recuerdo con afecto, claro que sí, era el franquismo, había que enfrentarse a él, pero Franco se murió hace más de treinta años, y antes de Franco fue lo de Isabel II, fueron las guerras carlistas, el clericalismo y antirrepublicanismo de una gente que luchaba contra esa frágil flor que fue la I República, los siniestros vaticanistas de El intruso de Blasco Ibáñez, los curas montaraces, el oscuro mugido de violencia del que nos habla en sus novelas Baroja y, con una lucidez hiriente, Sánchez- Ostiz.
A la mañana siguiente, antes de abandonar el hotel, otra vez el cielo cristalino y frío, el arco perfecto que forma la puntilla de espuma sobre la arena, los que caminan por la playa, los bracitos que salen intermitentemente del agua y los flotantes gorros multicolores de las mujeres que se bañan a pesar de los dos grados bajo cero de hoy, la sensación de una ciudad hermosa, provinciana y serena, tan lejos del turismo chabacano del Mediterráneo, donde sin embargo nadie tiene la impresión de tener que luchar por nada, ni de que le estén quitando nada, cuando allí sí que les han quitado la historia, la arquitectura, el paisaje, los han despojado de todo, arruinado: a esos sí que los entendería volando con explosivos de dinamita kilómetros de edificaciones, devorando las tripas de las rapaces que se los han estado comiendo a ellos. Y justo esos, se están quietos. Ni pían.
De vuelta, me pongo en el coche la cinta de Mikel Laboa que me acaban de regalar, Xoriek. Escucho esa voz desgarrada, melancólica, tristísima, y me entran ganas de llorar; el acompañamiento musical es a ratos jazz, en otros momentos se vuelve una sonata clásica, o te estremece con la txalaparta: fondo musical trabajadísimo, refinado, complejo, incluso sobrecargado de referencias al jazz, al blues, al soul, pero la voz de Mikel Laboa se impone, posee una hondura extraña, prehistórica, es a ratos voz de la tribu, y en otros momentos grito de animal herido -ese pájaro ciego, al que se refiere en la más hermosa canción del disco, y en la que Laboa le pone música a un poema de Ungaretti-.Entre los campesinos era costumbre pincharles los ojos a los jilgueros para que cantaran mejor. Hay una trama sonora culta en el disco, de raíces profundamente urbanas, cosmopolitas, a través de la que se abre paso la voz de Laboa, que parece proceder de la oscuridad de los bosques, o de una herida abierta en el animal humano, lugares auditivos del dolor, topos ante los que uno se arruga temeroso. "Difícilmente deja su lugar natal / quién allá tiene sus raíces. / Difícilmente deja su tierra el árbol; / sólo cuando lo abaten y lo hacen tablas", dice la traducción de un poema de Bernardo Atxaga que aparece en el libreto que acompaña al CD. Y también canta Laboa esa otra: "El pájaro / si le hubiera cortado las alas / habría sido mío, / no habría escapado, / pero, / así / habría dejado de ser pájaro / y era un pájaro lo que yo quería".
(....)
18 de diciembre de 2007
Me cambian la dirección del correo electrónico y, a pesar de que cumplo las instrucciones y compruebo con ayuda telefónica del proveedor de internet que está todo en orden, resulta que ya no puedo entrar como lo hacía antes, ahora todo es más difícil e infinitamente más lento. En esos quehaceres (o quebraderos de cabeza) estúpidos, e intentando responder a las preguntas que me envían para una entrevista, se me va medio día. La otra mitad -la mañana- la he pasado en Denia. De camino, a la ida, a la vuelta, oigo el disco de Laboa que me regaló Hasier Etxeberria. Se me saltan las lágrimas oyendo esa voz desolada que chapurrea o se inventa letras en francés o inglés, haciendo que Ne me quitte pas pierda la mínima partícula que pudiera quedarle de cursilería al texto de Brel, y se convierta en algo así como el mugido de un buey al que arrastran al matadero y huele la sangre de sus congéneres recién sacrificados; esa voz dolorida que recita historias de pájaros que mueren durante el invierno en los bosques y cuyos esqueletos no encontramos cuando llega el buen tiempo (Atxaga), la que, con palabras de Ungaretti canta: morir como las alondras sedientas; o como la codorniz que, tras cruzar el mar, se rinde junto a las primeras matas de la recién alcanzada costa, porque ya no tienen ganas de volar. Mejor esa muertes que vivir lamentándose como un jilguero al que han cegado. También están los versos que incluí en Crematorio: "si le hubiera cortado las alas al pájaro...". O esos otros: "Les abrís las manos, les dedicáis halagos líricos... pero los pájaros os rehuyen...". Todo esto es muy hermoso y muy triste, me eleva y me hace sufrir.
Chirbes remata el texto así:
Beniarbeig, 12 de septiembre de 2014.
El aire trae ceniza en suspensión y huele
a resina quemada
Ahora imaginaos a este buen hombre conduciendo su coche camino a Denia y escuchando a Laboa (Xoriek). Por ejemplo, Ne me quitte pas.
Comentar