Perdona que no me incline
por recibir tus favores,
perdona que no agradezca
que me quieras joder mal
pero aprendí de pequeño,
aprendí de diferencias,
por ejemplo: no es mi amigo
quien lo mío no me da
y supe que hay abusones
que lloran para dar pena,
pero son más peligrosos
los que se esconden detrás
de una sonrisa,
te pegan cuando más duele
donde menos te lo esperas
y te hacen sentir culpable
y tonto y triste además.
Así que lo siento y mucho,
si me das golpes me irrito,
si robas lo que es de tantos
nunca se me va a olvidar,
no me engañes, no me agobies,
si sigues pisando grito,
y si alguien más se anima
no tendrás la fiesta en paz,
perdona o no.
Con frecuencia cuando hablo con conocidos sobre el caso de Marinaleda (tan contradictorio como cualquiera) surgen las mismas objeciones. Son argumentos que más que a explicación me suenan a excusa. Son un reconocimiento de impotencia y deseo. Un intento de domesticar la realidad, de razonar el miedo.
“Es que entonces se podía con la euforia de la transición”
“Es que allí, siendo tan pocos es más fácil organizarse”
“Es que teniendo en cuenta lo pobres que eran no tenían muchas otras opciones.”
La conclusión lógica siempre es la misma: la imposibilidad de repetir la experiencia.
“Ahora sería imposible”
“Aquí sería imposible”
“Con nuestro grado de aburguesamiento sería imposible”
Por eso disfruto tanto, cuando me entero de ejemplos en que lo imprevisible se hace realidad y me estoy refiriendo al caso de Islandia: Hoy en día, más personas, en una sociedad como la nuestra...
No estoy sugiriendo que ambos casos sean comparables (ninguno lo es) sino que en relaciones humanas, donde la materia prima es tan infinita como lo sea la imaginación, los avances no tienen porqué someterse a criterios de inevitabilidad. Cuando la industria social sigue el modelo de producción en cadena, lo más normal es que los beneficios sigan el mismo camino.
La historia siempre condiciona. Indudable. Pero en qué sentido depende de nosotros. Siempre se puede estar peor. Siempre se puede estar mejor.
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