Soy un soldado de fortuna. A menudo, me siento solo e incomprendido, pero también rendido y acomodado. ¿Me he traicionado a mí mismo? Me lo pregunto cada mañana al abrir los ojos. Busco y no encuentro. Escucho atentamente el llanto interior, pero sólo me parece percibir reminiscencias de un llanto sigiloso, leve y débil. Olvidé la brújula en el último desconsuelo.
Soy un soldado de fortuna, que cierra los ojos y se tapa los oídos, que ríe cuando debería llorar, que sale a pasear por el bosque cuando llueve con fuerza. Soy un soldado de fortuna que se cobija tras la timidez, a la espera de que caiga la noche. Es la timidez del hombre desnudo, sin su uniforme de camuflaje.
Corro por el bosque, ansioso por hallar una salida, pero el sonido de mis propias pisadas me transmite agonía y pavor al pensar que son las de alguien que me persigue. Voy tras mis propios pasos, huyendo de mí mismo. Soy yo quien me asusta. Voy zigzagueando entre los robustos árboles, con miles de hojas estériles muertas, esparcidas por el suelo. El bosque es un laberinto en el que resuenan mis intentos de huida.
Soy un soldado de fortuna. Un soldado sin valor, sin vocación. Vivo entre el bosque y los sueños, pero ni siquiera estoy seguro de que ese bosque exista de verdad. Quizá sea un sueño, un deseo o un simple escape. No lo sé, pero en las noches de tormenta estoy allí, empapado, cerrando los ojos, tratando de imaginar cómo se sale de ese lugar al que me dirijo como hipnotizado. Un soldado de fortuna herido en mil batallas. Eso es lo que soy. Un soldado de fortuna al que le da vergüenza mostrar sus condecoraciones de guerra, porque, en el fondo, resultan insignificantes, inservibles y estúpidas. Casi tan estúpidas como esas misiones en las que participé. Sólo soy eso, un errático soldado de fortuna, que necesita entrar en ese bosque. Un soldado que necesita que, por encima de todo, ese bosque exista.
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