Comenzaré en esta ocasión por ser infiel a mí mismo (Total, por una vez más…). Voy a dedicar el inicio de este artículo a manifestar que me repugna el asesinato de niños en el colegio de Tolouse, que me irrita y me revuelve las tripas esa perversión del ser humano que lo lleva a acabar con la vida de seres inocentes. Dicho en lenguaje políticamente correcto, de ese que se gastan sin pulcritud buena parte de los políticos de cualquier rincón del orbe: condeno esos asesinatos y reconozco que no soporto con facilidad la contemplación de esa imagen de los niños asesinados, publicada hoy por varios medios impresos. Siguiendo con lo obvio, señalaré también que me entristece el reciente fallecimiento de veintidós niños belgas en un accidente de autocar en una carretera suiza. Fue éste un suceso que me provocó dolor y pesar. Hasta aquí lo que, dada su obviedad, siempre he considerado innecesario manifestar. Quizá fue un error. Pero esta vez, trataré de guardar mis espaldas, antes de opinar de los excesos, la demagogia y la falta de reflexión que comienza en las páginas e imágenes de la prensa, y se extiende, después, por el sentir general de forma tan abrumadora como irreflexiva. No es que me considere a salvo de ambas; no pretendo situarme en una atalaya de presunta vanidad e importancia. Solo quiero denunciar –creo que es un verbo útil y apropiado en este caso- el egoísmo con que nos traiciona a menudo nuestro inconsciente, y la perniciosa tendencia de un periodismo tan sensiblero como sesgado. He dado estas explicaciones de entrada porque voy a tocar un tema que ya traté en anteriores ocasiones, con resultados no siempre satisfactorios, si entendemos por satisfactorio que el lector lo entienda a uno y no lo califique de desalmado, o de simple cactus sin sentimientos. Como en otras situaciones similares, cuando leí los periódicos, cuando me coloqué ante los informativos televisivos referidos a unas tragedias como las citadas unas líneas más arriba, osé establecer unas comparaciones que tuvieron el mismo efecto que echar unas gotas de alcohol sobre la herida recién abierta. Formularé las mismas preguntas que antaño: ¿valen todas las muertes lo mismo? ¿hay muertos de segunda? Respondamos tras el silencio y la meditación. Dejemos la conclusión para el final. Y no incurriré en lo sencillo que resulta aplicar las máxima periodística que establece que un muerto en España es más importante que unos cientos en la India. No. Lo primero que uno hace cuando recibe el impacto de una noticia lúgubre es recurrir a la empatía, a situarse como protagonista del suceso, siquiera sea de forma indirecta. “Han muerto veintidós niños belgas en Suiza”. Inmediatamente, el lector, el oyente, el telespectador, se colocará en la tesitura de tener que soportar esa crudeza, esa tremenda fractura emocional: “Si eso me pasa a mí…”, “si en ese autocar hubiera viajado mi hijo”, “qué duro debe de ser para esa madre”, “¿qué haría yo ante esa situación”. Y en esa ronda de suposiciones y de dolor imaginario y tangencial, entran en juego elementos de identificación. Dicho de otro modo, nos identificamos más con unos niños belgas que con unos niños de Bangladesh. ¿Crudo? Probemos a situar en número de palabras e imágenes una comparación sencilla: ¿cuánto espacio habría tenido en los medios el fatal naufragio de una patera con veintidós niños africanos a bordo? ¿Y si los niños fueran ruandeses y hubieran sido asesinados en un colegio? ¿Nuestra empatía resultaría igualmente activa? ¿Existiría siquiera esa empatía? ¿Nos impacta el accidente de niños con una vida “normal”, que viajan a esquiar, más que los que sucumben en una hambruna, aunque éstos superen cada diez minutos el número de las víctimas que coparon las portadas de la prensa europea aquel día? ¿O concluiremos que en el caso de los niños que perecen por una simple diarrea no hay elemento noticioso por cuanto tiene de frecuente y por la ausencia de un “accidente” determinante e inesperado? Pero prosigamos en un viaje de comparaciones, dudas y preguntas incómodas –y es más que probable que torpes por mi parte-. Asistimos en estos días a una conmoción generalizada –al menos eso dicen los medios- en el país galo, como consecuencia del asesinato de cuatro personas –tres de ellas niños- en un colegio judío. En las redes sociales están siendo frecuentes los mensajes solidarios con el “pueblo judío” y con los familiares de las víctimas. Siempre me ha llamado la atención la exposición de esos mensajes en medios absolutamente estériles e inapropiados. Es como enviar un mensaje en una botella a las víctimas de Fukushima. Fulano manifiesta en Twitter su solidaridad con mengano. Ni es el medio apropiado, ni en realidad se pretende alcanzar la solidaridad, sino agradar, cubrir el expediente, proyectar una imagen, posicionarse ante los demás, entre los que, para más inri, no se encuentra el destinatario del mensaje. Si quiero expresar mis condolencias a alguien, lo llamo, le escribo un mensaje o le hago llegar un telegrama o una carta. En ningún caso, me asomo a un acantilado y elevo un grito para que lo ignore hasta el eco. Por eso, me resultan poco escrupulosos los mensajes de pésame en las redes sociales, cuando se tiene por seguro que nunca alcanzarán las cercanías de los supuestos destinatarios. Pero volvamos al cruento suceso del colegio de Tolouse. Tres niños asesinados. Pocos pueden escapar a la rabia y a la incomprensión cuando se sitúan ante este tipo de noticias. Pero otra cosa son los atajos, los recovecos y los pasadizos que se abren de par en par para huir de los paralelismos. ¿Es que la vida de los niños palestinos vale menos? Me refiero a la de cualquiera de los miles que han perdido la vida a manos del ejército israelí. No estoy mezclando churras con merinas, sino una más que probable acción aislada de un psicópata o de un asesino que actúa solo, con la acción persistente y sistemática de un Estado –el israelí- que, según denuncia la ONG Defence For Children International consiente “un patrón de abusos sistemáticos y de algunos casos de torturas practicadas a niños encarcelados en centros militares”. Frente a estos casos no hay indignación “oficial”, ni minutos de silencio, ni, en la mayoría de los casos, atención mediática. Por ello, vuelvo a la pregunta: ¿valen igual todas las muertes para la prensa y, en último término, para la audiencia? La respuesta es sencilla: no. Quizá lleguen alguna vez a ser consideradas del mismo valor. Pero para ello, resulta imprescindible antes que todas las vidas valgan lo mismo. Y eso, seamos sinceros, tampoco sucede.
2012/03/20 18:27:12.143000 GMT+1
Preguntas incómodas (y quizá torpes)
Escrito por: Jean.2012/03/20 18:27:12.143000 GMT+1
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