Los bares retratan nuestro hábito sonoro, esa manía de vociferar, de pregonar, de competir en la barra para hacerse oír, mientras un camarero se ocupa de procurarte una percusión chirriante lanzando como un poseso las cucharillas sobre los pequeños platos del desayuno. Es la ley de la selva: todos queremos emular a Tarzán. Y de eso no se libran ni en el Congreso de los Diputados, donde una tal Fátima Báñez vende brotes verdes como antes otros vendían sardinas: “Mis sardinitas, qué ricas son, son de Santurce, las traigo yo”.
Pero la majestuosa querencia por la bulla no se limita a los espacios de recreo, tapas, escaños y otros deportes nacionales, no; las salas de espera de los hospitales se convierten en desquiciados altavoces de nuestra incontinencia sonora. Ahora en los hospitales no se puede fumar. Algo es algo. En cambio, se puede seguir berreando o imitando a la reina de la noche mozartiana, pero sin magia ni flauta alguna. La resonancia se tapa los oídos en las consultas médicas, donde se acumulan entusiasmados jóvenes barítonos compitiendo con sopranos de la tercera edad. A veces tengo la sensación de que nos han anunciado el Apocalipsis, garantizando la salvación solo a aquellos que rompan la barrera del sonido a golpe de diafragma.
Hasta en misa se monta en seguida el guirigay, y en más de una ocasión he podido ver al señor del alzacuellos enfurecido por tamaña afrenta. He asistido a bautizos con más ruido que en un afterhours; y he presenciado ritos y comuniones en suelo sagrado en las que se podría haber puesto una denuncia por contaminación acústica, habitat natural más propio de aventuras satánicas.
España es un país ruidoso. La frase es tan fidedigna ahora como hace dos siglos. El susurro está proscrito; nos gusta compartir nuestro último fin de semana en aquella casa rural, o el último gol de Messi. Saludamos al que entra por la puerta de la tasca con un largo al factotum, nos constituimos en altavoces andantes, en cajas de resonancia y alboroto. Y juro que no miento al afirmar que he sentido sonrojo en algunos tanatorios, en los que al entrar el camarero con el tentempié –una americanada más- se ha producido tal eclosión bullanguera que he llegado a pensar que el objetivo final era despertar a gritos al muerto.
Después de todo, no deja de ser curioso que, con lo bullangueros que somos, sean tan pocos los que estos días están levantando la voz. Pensemos en porcentajes, en representatividad, y en la triste constatación del dominio de una mayoría silenciosa e inopinante. Precisamente ahora, que es cuando más falta hace gritar. Y las cadenas nos las están colocando en los tobillos y en las muñecas, no en la boca. Que no sirva como excusa. Ahora es cuando deberíamos amortizar haber sido ruidosos in saecula saeculorum .
Comentarios
Eso sí, si pretenden bajar a nuestro equipo de fútbol de primera a segunda división por cuestiones económicas, salimos a la calle y montamos un buen escándalo y si alguien levanta una bandera, le seguimos, aunque quien la porte sea el que ha pisoteado sin pudor esos derechos por los que apenas protestamos.
Pero es que las banderas son las banderas, ya sean futbolísticas o patriotas, y nos permiten agruparnos sin tener que pensar en demasía que eso cansa.
Por cierto, y sin ánimo de ser quisquilloso, las sardinitas son de Santurce, no de Santurtzi. El cambio masivo de toponímicos patrióticos se impuso años después de la canción.
Escrito por: Alfredo Garmendia.2012/11/08 22:41:8.054000 GMT+1
Escrito por: Jean.2012/11/09 12:14:19.057000 GMT+1
... es que hay días que estoy un poco tocapelotas :-D
Escrito por: Alfredo Garmendia.2012/11/09 17:29:31.703000 GMT+1
Escrito por: Jean.2012/11/11 10:47:0.218000 GMT+1
Escrito por: Jean.2012/11/11 10:47:59.736000 GMT+1