La gente está
empezando a llegar. Lo hace de forma ordenada, casi sigilosa. No hay risas ni
eslóganes; no portan pancartas ni banderas. Sus rostros quedan dominados por la
seriedad. Serios los mayores, serios los jóvenes y, casi por contagio, serios
los pequeños. Sin muecas, con total ausencia de expresividad. No hay tensión,
ni sabemos si cabe hablar de calma tensa. La localidad es una pequeña Roma
adonde conducen todos los caminos. Desde todos los callejones aledaños se suman
más ciudadanos. Caminan sin aspavientos, sin emoción. Ya son una multitud unida
por el silencio colectivo. Podría asegurarse que sus sombras hacen más ruido
que ellos mismos. La policía hace acto de presencia. Intenta impedir que se
siga acumulando más gente, intenta cortar la manguera de un río humano que
fluye sin roces, como insensible e inerme. Los agentes están desconcertados.
“¿No será esto la cosa esa de las acampadas?”. Nadie responde. Nadie parece
detenerse ante la pregunta planteada por el mando policial. La plaza está
llena. Las calles adyacentes saturadas, repletas. Dicen que los caminos de las
afueras muestran largas hileras andantes de hombres y mujeres caminando
provenientes de otros lugares. Los helicópteros comienzan a sobrevolar la zona.
Hay muchos vecinos asomados a las ventanas a lo largo de toda la localidad. Las
calles se han llenado. El único ruido que surge es el ronroneo de los
espectadores de lo ajeno, de quienes realizan la lectura de la escena, tratando
de descifrarla.
Han pasado ocho
horas. El ejército está dispuesto a intervenir. El ministro del Interior tiene
que tomar una decisión, quizá la más difícil de su vida. Interviene en un
mensaje retransmitido para todo el país a través de la televisión pública.
Acaba de presentar su dimisión. Sus últimas frases han sido: “No podemos hacer nada. Tienen derecho y legitimidad para hacerlo. Son más de once millones. Su opción es la más secundada. Nada que reprochar. Están celebrando su victoria sabiendo que en realidad es una derrota. Nuestra derrota, la de todos”.
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