Esperanza Aguirre y sus malabaristas del voto se han hartado de inaugurar estaciones de Metro en los días previos a las Elecciones Autonómicas. Si les dejan, inauguran de nuevo el Palacio de Oriente. Probablemente, el Metro de Madrid ha sido la principal medalla que se ha colgado la insaciable presidenta de la Comunidad de Madrid. Su línea en este campo ha ido más allá del continuismo. Ruiz-Gallardón comenzó una expansión desenfrenada. Al rico metro de Metro, oiga. La charlatanería produce los mismos réditos que el caciqusimo. Antes Gallardón y ahora Aguirre se han dado cuenta de la importancia de sacarle brillo al Abono Transportes. Y visto el resultado, habrá que asentir y reconocer que acertaron. Han ganado de calle.
Lo curioso es que tengo la sensación de que quienes más valoran el faraonismo jondo de los populares son precisamente aquellos que no se suben al Metro ni jartos de vino. Baso esta teoría en una praxis maldita, en una peregrinación diaria por los vagones del rancio olor a chispa, a mecha encendida, a jugo añejo, a rancio abolengo de los amos del secano. Alcanzo esta teoría, después de sufrir los retrasos, después de ser desalojado un día sí y otro también de esos vagones en los que se producen orgías diarias de roces, lametones, pisotones, caricias, codazos, miradas dessafiantes, descafeinadas y otras sutiles variantes del Kamasutra.
No somos pasajeros ni viajeros, somos autómatas, robots, números, abonados, votos, berberechos, sardinillas, cualquier especie que se aloje en conserva, que sea modelable y moldeable. Somos esponjas andantes, ceniza que se descuelga del habano de cualquier consejero o concejal de turno, que ni ha pisado ni pisará el Metro salvo por exhortación de su mandamás en época de puterío electoral.
Tornos que no funcionan, escaleras mecánicas que agonizan sin la atención del mantenimiento mínimamente exigible, aires acondicionados ausentes, paradas intermitentes insistentes, desesperantes, indignantes, recurrentes, sin explicación ni más lógica que la propia ilógica de un servicio que se presta sin los medios necesarios.
Ahora, en las nuevas estaciones es habitual comprobar la presencia de guardas de seguridad y notar la ausencia de los tradicionales empleados de Metro. Ya no hay taquillas; en su lugar han florecido máquinas que se rebelan, adoctrinadas como un HAL cualquiera, en época de jodiendas y largas esperas. Cuando uno las necesita sacan a relucir el clásico "No disponible". Si Larra levantara la cabeza- dejando al margen que es muy probable que se la volviera a volar- les dedicaría su magistral "Vuelva usted mañana". ¡Y qué remedio nos queda a los cientos de miles de pacientes, que no viajeros, a nosotros, doloridos, renqueantes y humillados viajeros de Metro!
Ascensores parados, estaciones en obras, todo a medias, porque se dieron tanta prisa que ahora es cuando llega el momento de ponerle cremallera al pantalón. Ayer mismo entré en una de esas supuestamente flamantes nuevas estaciones y contemplé indignado que las averías salpicaban su entrada. Las escaleras mecánicas de bajada languidecían mientras unos operarios estaban encaramados en un andamio dando brochazos a los cuatro vientos, a una altura considerable, sin casco ni protección alguna. Una vez dentro, más andamios y currantes jugándose el tipo y pasándose por el forro de los mismísimos cualquier mínima aplicación del sentido común, que suele ser ese ángel de la guarda de andar por casa. Todo un despropósito, toda una indecendia, pero una realidad colosal, destemplada y choricera. Y ahora, veranito, veranito, reducción de trenes para levantarte más tempranito.
Algunas mañanas, mientras alguien me obsequia con una halitosis de otra galaxia (que en ésta esas cosas no pueden ser ni medio posibles), y me clavan un tacón de aguja en el hígado, intento leer un libro, pero no hay narices a pasar de página sin provocar un cataclismo en el vagón. Algunas mañanas, me imagino torturando a Esperanza Aguirre y a Gallardón; me veo aplicándoles un castigo temible e inhumano. Algunas noches sueño con esa misma idea, se repite esa cruel tortura una y otra vez. Pero en el fondo sé que no es más que un deseo tan morador del subconsciente como del consciente febril. La vana ilusión se despeja, se disuelve, se evapora, salta hecha añicos, se esparce como las cenizas del desconsuelo y del eterno adiós.
Algunas mañanas me gustaría ver hecha realidad esa tortura, o sea, verles viajar en Metro.
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