Tu sonrisa me mira y me desdibujo, llevándote la contraria. Tus labios dictaron sentencia, y ahora recorro su sinuosidad, admirando su naturaleza,
la verdad que describes en ella, su honestidad, tu honestidad. Es una sonrisa en la que me pierdo, una ruta delicada que describe la felicidad, la que estás aprendiendo.
Me sonríen tus ojos, me miran para enseñarme a trazar el camino, a recomponer una partitura inacabada. Me sonríen para enseñarme el atajo, para darme una lección que
yo debería impartirte a ti. Pero no sé, y, al fin y al cabo, tú eres mi maestra, la que me indica cómo recapacitar, cómo buscar el consuelo de la luz cuando tocan tinieblas, la que me permite soñar cuando amenaza el insomnio, la que me dirige el manantial de su desnuda mirada en busca de comprensión y complicidad. Y no digamos tus besos, con la calma suave de la espontaneidad, de la riqueza del sigilo, dominada por la ternura. Me sonríes y me dominas, conquistándome con un único gesto; me sonríes y me derrumbas; me sonríes y me dejas inerme, admirándote, claudicando ante la soberbia expresión de una lección vital, magistral toda ella. Que tus ojos me miren es una paga vitalicia a cambio de aquellas pequeñas noches de llantos. Que me elijas para regalarme esos ojos llenos de verdad y el ama de tu felicidad me invita a sospechar que puedo compartir ésta contigo. Me sonríes… y me enseñas a sonreír, que ya lo estaba olvidando. No dejes de mirarme nunca, pero, sobre todo, no dejes de sonreír con la mirada. Nunca.
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