Estoy empezando a paladear el nuevo libro del historiador Ángel Viñas, que lleva por título “La conspiración del General Franco”. En él, su autor presenta nuevos datos acerca de lo que hasta ahora se consideraba incontestable realidad alrededor de los orígenes del golpe de julio de 1936. La Historia no es una ciencia exacta. ¿Que acabo de soltar una perogrullada? No tanto. En un país que ha bailado al compás interesado del director de la orquesta, no se ha permitido cuestionar los dogmas, incluidos entre éstos los históricos. Así, pasamos de las imágenes en blanco y negro de un general encabronado y pequeño -que sólo cedió a su propia degradación biológica- a las de color con un espigado monarca, presuntamente bonachón al que nos han presentado tradicional y obligadamente santificado. Hemos asistido durante décadas a la presentación en sociedad de una historia, la de España, en la que no cabían preguntas, dudas ni objeciones. ¿Cuántas preguntas incómodas ha tenido que contestar don Juan Carlos, el rey de todos los españoles? Ninguna, porque no hubo ocasión o atrevimiento para formulársela. Decía antes que la Historia no es una ciencia exacta, pero es que el método científico, el que lleva a cuestionarse los hechos una y otra vez, ha sido denostado con alevosía por quienes han preferido ligar la narración de los acontecimientos a sus intereses personales, sean éstos económicos, de clase o religiosos, si es que no fueron más que un conglomerado de todo lo anteriormente citado. El Diccionario Biográfico Español que ha perpetrado la Real Academia de la Historia es un ejemplo diseñado a medida de la interpretación y asimilación de la Historia como anestesia. La historiografía como rigor mortis de la humillada verdad, que se escapa sonrojada entre los polvorientos volúmenes que se hallan secuestrados en los estantes de los sótanos. La verdad no se encuentra; la verdad se busca. Es una cuestión de forma, un planteamiento filosófico y vital. Los historiadores autocomplacientes que se encierran en un círculo de vanidades aristocráticas no deberían contar con subvención pública, porque su interés es exclusivamente privado y se halla, además, notoriamente viciado. La Real Academia de la Historia es más bien un parque temático con marqueses varios, condes y sobreabundancia de señores de alto postín, incluido un señor obispo, que supongo que es la guinda pastelera, ave consejera en momentos de debilidad espiritual. La Historia de los señores académicos no es mi Historia. La suya es la historia que escriben los vencedores; la mía, es la que lloran los vencidos. Quien se encargó de redactar la entrada biográfica de quien impuso en España cuarenta años de dictadura es, al margen de miembro del Opus Dei, persona íntimamente ligada a la Fundación Francisco Franco y a la Hermandad del Valle de los Caídos. ¿Qué esperaban que escribiese del Caudillo por la gracia de dios? Ahora llega el turno de las preguntas, de reiniciar la Transición inacabada, repleta de efectos, trucos, estancias con doble fondo, y de sombras chinescas. Comencemos por plantear la cuestión de qué hacían los reyes de España presentando una obra tan polémica y discutible. Quizá es que sus graciosas majestades estuviesen tomando el Diccionario Biográfico Español como un manual de autoayuda. No en vano, ésa es la historia que más les ha convenido contar y oír. Ésa ha sido su historia. Preguntémonos, ahora, si la figura de Franco hubiese sido tratada de otra forma de haber recaído la tarea de la redacción en manos de don Juan Carlos. Mientras pensamos la respuesta, rebobinemos, regresemos a noviembre de 1975. Ahí está, de nuevo, Arias Navarro, pero esta vez no llora, sino que sonríe. Mira a cámara, lanza una carcajada y espeta: “Españoles, Franco no ha muerto”.
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