Esta noche, de regreso a casa, he participado de esa gran reunión erótico festiva en que se ha convertido el viaje en el Metro de Madrid. En un par de viajes pierdes la timidez; en otro par de rutas, la inocencia; y si te sacas el abono transportes, es sinónimo de que ya no eres virgen. La línea 6 o la 10, además, son como Sodoma y Gomorra, pero en plan express. Tu vida sexual es algo complicada, porque, claro, luego en casa estás fatigado y no tienes más ganas de jarana. Pero cualquiera lo explica. Hombre, si ella también viaja en Metro es más fácil que te comprenda, pero duele más.
Sexualidad al margen, raro es el día en que no se monta un guirigay de cuidado con las puñeteras averías. Mientras Gallardón (moderaturis peligrosensis, en opinión del facherío) y Esperanza Aguirre (conocida como Madame Testosterona, en círculos dominados por sus detractores) sacan en mayor o menor medida pecho a cuenta del suburbano madrileño, el pueblo llano, o sea, sin pecho, se las come –las averías- un día sí y otro también. Pero yo hoy quería mencionar o constatar una infeliz realidad, otra más. Esta noche, como decía –que divago y me entra el mareo- iba en el Metro y se me han hinchado las narices al comprobar cómo alguna gentuza permanece impertérrita ocupando un asiento, aunque tenga delante de sus narices a una mujer embarazada, un invidente, un señor nonagenario o un anciano o ser vivo portador de muletas. Ya no se trata de una cuestión de amabilidad. Ni siquiera de respeto. Es un derecho, un puñetero derecho a ocupar esos asientos el que poseen estas personas.
Es un síntoma más de una sociedad enferma. En estado crónico, diría.
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