Gallardón ya no es aquel político jovial y danzarín de antaño, aquel encantador repartidor de sonrisas artificiales. Ya no es aquel mozalbete de pobladas y ariscas cejas que se abalanzaba sobre su enemiga madrileña predilecta en las treguas que exigía el protocolo. Alberto ya no sonríe a cámara, ya no es el paradigma de lobo con piel de cordero. El arroz político se le pasa y el ministro anda que no cabe en su disgusto. Rajoy le ha salido rana. A él, precisamente, que estaba convencido de que Mariano tenía la fecha de caducidad de un yogur.
Su salida del ayuntamiento madrileño fue más fría que la ropa interior de Turandot, ninguneando a muchos de sus más habituales colaboradores. Gallardón se desayuna a diario una ración de maquiavelismo teórico. Él no conoce las taquicardias. Y como el fin justifica los medios, Iceman ha decidido plantar un iceberg de tasas absolutamente discriminatorias que ponen en tela de juicio la igualdad de los españoles ante la ley. Con este tasazo, los pobres son menos iguales, correspondiéndole el mérito a un ministro de Justicia que ha logrado algo insólito: poner de acuerdo y en pie de guerra a todas las asociaciones de jueces y fiscales. Urge un recurso de inconstitucionalidad que dé al traste con esta pretensión gallardoniana que mañana empobrecerá aún más nuestra democracia. Vale que la Justicia sea ciega, pero el ministro no puede ser un lazarillo caprichoso y clasista, oscuro y fantasmagórico. Lo que Gallardón necesita es una biografía. Yo, de momento, sugiero el título: “El licántropo del terrón de azúcar entre los dientes”.
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