El expresidente (y ex de tantas cosas) Felipe González ha creado una fundación para el estudio de su propia figura. En un supuesto acto de soberbia filantrópica, el hombre que se sacudió el marxismo de un manotazo, el líder que bajó sus puños, aquel que tiñera sus promesas e hiciera una religión del abandono de los ideales del socialismo, quiere ahora labrarse un hueco en las vitrinas de la Historia. Pero su ronroneo maquiavélico ya no genera más que una perplejidad insulsa y desnuda, transparente, por más que aún cuente con un buen puñado de confiados y entregados adeptos. Sólo la metamorfosis kafkiana supera en eficiencia a la felipista.
Hay un González tiznado de surrealismo, tragicómico, casi histriónico, revestido de lujo, autocomplacencia y habanos. Y hay un Felipe hiperrealista que asusta, que destapa los sueños inconclusos y las intrigas de unas promesas adulteradas, roídas entre nostalgias y lamentos. Hay un Felipe de ensoñaciones traicionadas, otrora esperanza de una generación de españoles vacunados con la reciente libertad. Era el Felipe del cambio. El cambio: cambiarlo todo para que todo siga exactamente igual. Deformar las ilusiones hasta convertirlas en frustración y resignación. El felipismo no necesita una fundación, sino una autopsia. Para saldar la deuda histórica que dejó, sus acreedores no necesitan que un ex político ataviado de burgués se mire el ombligo y adore su reflejo en las aguas de un río, sino que se evidencien las causas de su defunción. Quizá eso sirva para convertir los mitos en una praxis utilitaria que reconduzca la línea de un PSOE abandonado a su suerte, arrastrado por la marea, y con un grumete disfrazado de capitán al timonel.
Por eso, que ahora Felipe González se arroje en vivo y en directo en brazos de un narcisismo revenido se antoja anacrónico y fútil. Quizá es que Felipe se aburre jugando a los negocios. Resultaría paradójico porque, precisamente él, convirtió su figura en un negocio. Quizá sea que ya no se conforma con ser el comodín de los suyos en los mítines electorales de autobús, bocata de calamares y visera. Quizá, que ya no es el oráculo al que se consultan las posturas y las decisiones. Felipe se ha convertido en un estorbo previsible. Y, por muy duro que pueda parecer el dictamen, ése fue su cometido en la Historia de España: la de estorbo, la de un político de la izquierda que cumplió su función de estorbo para la izquierda desde sus propias entrañas.
Comentar