Jean caminaba tratando de no tropezar con su propia sombra. En realidad, se sentía como la sombra de su propia sombra, esquivando las piedras de mayor tamaño del camino, que permanecían como si hubieran sido puestas adrede para que volviera a tropezar como tantas veces había tropezado antes.
El viento descolocaba a su antojo los largos cabellos de Jean, descuidados, como los de esos músicos con apariencia de locos que permanecen absortos ante un pentagrama mugriento que grita de soledad en la noche.
El sol, que aparecía a ratos, como en tímidos intervalos, le reconfortaba, amortiguando la sensación de frío. Era un frío que le nacía en su propio interior, en la imposibilidad de esquivar las perturbaciones de melancolía y nostalgia, mezcladas de manera fatal e irreversible. Era un frío que llegaba desde su propio pensamiento, desde el recuerdo. Los árboles eran los testigos mudos de un camino pausado, lento, porque Jean caminaba a duras penas. Más bien, se dejaba llevar, como si hubiera claudicado, empujado únicamente por la monotonía y la liviana sensación de abandono. Jean caminaba nuevamente sin rumbo fijo, como era norma habitual en su biografía.
Del patio de un colegio cercano llegaba la algarabía de los que juegan, corretean y llenan el espacio de sueños y expectativas. Para Jean ya hacía tiempo que habían desaparecido los sueños, bien por la vehemencia del insomnio, bien por la incapacidad para recordar siquiera si había o no soñado. Se había amputado así su capacidad para escapar de la certeza de una realidad desarmada y previsible.
Un gorrión, también solitario, como Jean, cantaba su individualismo y la quietud de unas alas en insultante reposo. Jean querría para sí esas alas, se las pediría prestadas para volar, para huir, para elevarse y contemplar el mundo desde ahí arriba. Y trataría de entenderlo. Le gustaría observarse a sí mismo. Y traducirse, desenmarañarse, comprenderse, porque Jean andaba siempre como buscando un espejo que le mostrase lo que era, incapaz de leer sus propios trazos vitales. A veces, los demás se lo decían, pero él desconfiaba. Él no se veía así, porque su mirada crítica, severa, casi apocalíptica, permanecía incondicional e inevitablemente rígida.
El roce y la furia del viento provocaban que surgieran lágrimas de los ojos de Jean, como si el aire leyera sus constantes vitales y las plasmase en una improvisada obra de arte íntimo. Era una especie de vaticinio inapelable del dolor que cobijaría al caer la noche, cuando reposan las almas y surgen en tromba las dudas y las deudas, cuando el silencio es un alud sin clemencia, una espada afilada dispuesta a atravesar corazones solitarios.
Jean caminaba sin saber adónde iba, se dejaba llevar, como una hoja inconsciente en medio de un bosque, buscando de forma incesante la aleatoriedad de una existencia que no conocía siquiera sus raíces.
Jean es hoy, un día más, ese sombrero de Muerte entre las flores que sigue un trayecto imprevisible, que se encuentra a merced de la naturaleza, del vaivén de soplidos que llegan abruptos, golpeado una y otra vez por el capricho de ráfagas que le infligen dolor y austeridad. Jean preferiría tener las alas del gorrión y enfrentarse al viento, desenvainar su honor y hacerle frente a su realidad, a sus silencios, a sus miedos, a sus incomprensiones, a sus propios pasos llenos de melancolía. Querría encaramarse a las ramas de un árbol y permanecer en silencio, contemplando el cielo y sus estrellas desde la parsimonia del silencio, desde una inocencia por fin encontrada, desde la plenitud de una pasión que parecía que se había ido para siempre.
Pero Jean sigue siendo ese sombrero que gira y gira aleatoriamente y que, de cuando en cuando, choca contra un suelo cubierto por las lágrimas secas de los árboles.
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