La democracia, o como se llame, tiene estas cosas. Los vencedores sacan a pasear a Pirro, consternados por los laureles que huyen dominados por la indiferencia del viento, postrados ante una realidad sangrante y dolorosa, justo enfrente del terreno de la victoria estéril, que no sabe sino a hiel. A unos metros de allí, los derrotados pliegan sus lágrimas y se abrazan con algarabía, sorpresa y algo de sexualidad atenuada. Pero no busquen en las imágenes televisivas, no. Esa pretendida sensualidad, ese arrebato o calentón invita a los contorsionistas a entrelazar sus cuerpos en las urnas, en posturas imposibles de un Kamasutra electoral. A Javier Arenas le arrancaron a pellizcos anoche sus zonas erógenas, y la erótica del poder le ha huido para siempre, a menos que Rajoy lo considere apto para gestionar en toda España lo que los andaluces no le han dejado gestionar con rotunda virulencia democrática, o como se llame, a lo largo de los años. Arenas no es un cadáver exquisito, sino un político moribundo, un campeón besando la lona. Es su partido el que debería arrojar la toalla desde la esquina, antes de que la inconsciencia de un púgil vencido por sí mismo lo llevara a revivir una nueva derrota en un bucle convertido ya en permanente via crucis. Arenas vive puntualmente cada cuatro años su particular semana de pasión, soportando una corona de espinas sobre su cabeza de pelo ceniza, que brilla escoltada por un rostro siempre delicadamente tostado. Nada tengo contra los perdedores más que afecto, empatía, comprensión y fidelidad. La derrota en estos tiempos, como quizá en antaño, es a veces sinónimo de justicia, ensoñación, miradas utópicas y deseos irreconciliables con la realidad. Los perdedores siempre han contado con mi afecto. Pero Arenas es un infortunado que juega a ganar, es un perdedor distinto, atrapado por una mirada rebosante de cinismo transmitiendo incredulidad y resquemor. La política, o como se llame, tiene estas cosas. Salir al balcón a celebrar una victoria enredada en un funeral; aparecer para reír las penas. Y la política es cruel, porque no te permite llorar, porque no está consentido reconocer la debacle de tu triunfo, la miseria de saberte un ganador derrotado, destrozado, masacrado, por ese al que acabas de vencer. Arenas no pudo siquiera reconciliarse con la realidad, con la crudeza de un manotazo limpio, enérgico, de esa bofetada soltada con desparpajo y sin remilgos por una realidad que hiere la sensibilidad de ese que acarició con la yema de los dedos la fruta prohibida. Los oídos le zumbaban anoche a Javier Arenas, humillado en lo alto del balcón de la mentira, en ese balcón en el que la procesión no se veía discurrir a sus pies, sino que iba por dentro, reconcomiendo la moral, ulcerando las expectativas y convirtiendo los sueños en retortijones. Asomado a la irrealidad, Arenas lloraba sonrisas desde ese balcón fúnebre convertido en tanatorio del triunfo electoral, o como se llame.
2012/03/26 17:22:57.613000 GMT+2
El hombre que lloraba sonrisas
Escrito por: Jean.2012/03/26 17:22:57.613000 GMT+2
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