Después del bronceado de Zaplana, el misterio más grande que no ha resuelto aún la humanidad es el de la infalibilidad del piloto asturiano Fernando Alonso. Ni Houdini podría realizar ejercicios de escapismo más atrevidos. El cogito ergo sum se fue a hacer puñetas el día que Alonso apuntó maneras y se subió al podio por primera vez. Al cabo del tiempo, son muchos los que habrán advertido que el pequeño piloto está tocado por los dioses… de la comunicación. Alonso es infalible, único, excepcional… y español. Si gana, es demostración palpable e incuestionable de que es el mejor, el number one del planeta; si pierde, debe de ser culpa de los astros, del viento, de la junta de la trócola, de la masonería o, ya puestos, de Moratinos y Zapatero.
La Sexta fichó a golpe de talonario al calvo de Telecinco, consciente de que el tal Lobato tiene mano con el ex de Renault y McLaren. Alonso vende. Alonso atrae consumidores, clientes. Alonso genera ingresos y convierte en oro aquello que toca. Si Alonso anunciase una crema para las almorranas, habría quien estaría dispuesto a usarla como dentífrico. Alonso es la gallina de los huevos de oro. Y la prensa jalea sus cacareos… y recoge las migajas. Alonso genera páginas de publicidad. Alonso es la portada perfecta. Alonso es el corazón del mercado. Haga lo que haga, siempre lo hace magistralmente. A juzgar por los halagos de la prensa entregada, Alonso debe de encontrarse ya a la altura de Napoleón Bonaparte. Y Juancar prefiere la foto junto al as del volante, a la triste foto del adiós a Delibes. Santos Inocentes, desde luego.
Pseudo periodismo y borbonadas al margen, el aficionado al Alonsismo -que no a la Fórmula 1-, se entrega con pasión y viste las prendas del color que los generosos patrocinadores del asturiano decidan poner de moda. Allá va la gente tan contenta con sus camisetas del Banco Santander. Botín se frota las manos. Agag se frota las manos. Es la ruleta de la fortuna. La ruleta que da riqueza a unos y adormece a los demás.
Mientras Alonso vuela rumbo al encuentro con la bandera de cuadros, el resto nos detenemos irremediablemente ante el impertinente semáforo en rojo. Ese semáforo que siempre estará abierto para Juancar, Agag, Botín y, naturalmente, Alonso.
Santos Inocentes, desde luego.
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