Hubo un tiempo en que no hicimos nada para evitar que la política española se convirtiera en un parque de atracciones. A los contribuyentes nos asustaron, nos mojaron, nos enloquecieron y envilecieron. Allí nos sacrificaban a la puesta de sol, nos lanzaban en caída libre, nos golpeaban con la escoba de la bruja, nos maltrataban, nos descojonaban, nos apaleaban, nos quitaban el cinturón de seguridad en el vagón de la montaña rusa. Y todo ello, después de habernos cobrado la entrada a precio de oro. Cada visita al parque concluía en la sala de espejos mágicos, donde los mensajes, como la realidad, se deformaban; allí, donde la ética trataba de escapar a las dentadas de los caníbales. Buscábamos diversión, aunque tuviéramos que pagar un alto precio por entrar al paraíso en el que la velocidad y las alturas ponían a prueba nuestras fobias. Pero, finalmente, nos encontrábamos ante una estafa monumental.
En el parque, un ministro envanecido y patrocinado por el “Errare Humanum est”, se dedicaba a la piromanía política. Sus provocaciones se sucedían una tras otra, y lo mismo parecía hallarse en un funera, que bailando al son de un vals pisándole los pies a la novia. Ese mismo ministro era el que comenzó tantas partidas de ajedrez que ya no sabía distinguir entre la reina y una butifarra. Era un ministro figurón, con una biografía repleta de esfuerzos por acercarse al poder, como pretendiendo escribir la carta y aparecer en el sello. En los gobiernos de cualquier índole siempre fue conveniente y rentable la figura del provocador manirroto, del pendenciero valentón buscando camorra. Pero a Rajoy ese ministro incendiario se le había ido definitivamente de las manos. La noria se le volvió cuadrada, el tren de la bruja descarriló, los caballitos del tiovivo pululaban como famélicos en busca de un pienso luego existo, y la mujer barbuda decidió emigrar a un país caribeño, donde algunos cuentan que la vieron repartiendo pizzas.
Wert, siempre Wert, era el temible clown del parque, paradójicamente provocador compulsivo de lágrimas y desgarradores gritos entre pequeños y mayores. Su patética silueta se proyectaba diariamente sobre la pared de la desolación, evidenciando la presencia de una enorme nariz y unos zapatos gigantes. Wert, siempre Wert, quería ser un arlequín, pero el ego le cambio la curvatura de la sonrisa. Su sueño de reinar en el centro de la pista se transformó en una insoportable, cruda y mísera realidad, como esa realidad que despedían los espejos mágicos donde Wert, decidió quedarse a vivir.
Y así, inevitablemente, el parque de atracciones no tardó en perecer, castigado por el olvido y el frenético paso del tiempo. Los colores de antaño han cedido ahora al óxido del abandono. Y cuentan que cada noche, Wert, siempre, Wert, enciende una hoguera donde otrora realizaba su triste y fallida función. En ella arde la legitimidad de la democracia, utilizada a modo de combustible barato. Wert, siempre Wert, no logró jamás cautivar una sonrisa. Su fracaso revolotea como un ascua inquieta e ingenua. Las promesas y las buenas intenciones con que engatusaban a los visitantes alimentan cada noche el fuego. Y quien quiso ser arlequín vive solo en el silencio nocturno con la mirada fija, como perdida, viendo consumirse la pira. Toda una metáfora del Estado del Bienestar, que ya ha comenzado a consumirse.
Comentarios
Escrito por: Alfredo Garmendia.2012/10/16 19:05:58.059000 GMT+2
Escrito por: .2012/10/17 06:38:47.828000 GMT+2
Escrito por: Jean.2012/10/17 10:16:30.267000 GMT+2