Las calles reclaman quietud, el sosiego de la soledad. El avispero enloquecido ha tocado a su fin. Y es ahora cuando el rostro de la ciudad recupera la calma, en la avejentada noche de los tiempos, bajo un cielo somnoliento que sólo levemente permite vislumbrar los guiños de las estrellas. La tranquilidad no tiene apenas quien la perciba. Por eso es tranquilidad, y las calles respiran lentamente, recobrando el aliento. Y las luces, escasas, tímidas, mantienen la guía de los trayectos, las rutas de los sonámbulos y los errantes. Luces de bohemia, de locos cuerdos y trasnochadores del alma. Luces que parpadean, que laten señoriales. Pero también hay sombras, lamentos escondidos a los ojos de la verdad oficial, fotos veladas, oídos sordos. Pliegues de la ciudad donde se resguardan los excluidos, los que escaparon de la fuerza centrípeta de la locura. Lágrimas de barro y frío bajo cartones que otrora envolvieron el éxito. Sombras de bohemia, tachones en un cuaderno que cuenta historias que nadie quiere leer.
Es la ciudad adormecida.
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