Ardía París, pero eran otros tiempos, otra cultura, casi otro mundo, lejano e inalcanzable. Francia ya había conocido una revolución, y las cabezas rodaban como ahora lo hacen en este país vecino y medio ciego las triquiñuelas bursátiles, o esos avispados banqueros que timan a los ancianos en el país de siempre jamás. Las princesas aquí no quieren más que ser princesas, estirar sus cuellos, maquillarse las carencias, los traumas y complejos, y jugar a los protocolos y otros caprichos del destino. En el París de la revolución todos eran ciudadanos; aquí perviven las infantas, los besamanos, y la vaselina triunfa como pringue para la penetración del intelecto patrio, que recuerda al Jack Nicholson de Alguien voló sobre el nido del cuco.
Aquí, en esta España de bandurria, sardina y migraña, la guillotina solo decapita las aspiraciones. Cuando hubo intención de pasar páginas en el calendario del olvido, aparecieron los militares y levantaron la España del atraso, la de los señoritos, el avemaría y la sopaboba, la España apenada, gris, derrengada, apretada y tétrica. La España miserable, analfabeta y obtusa, la que huía de los filósofos y daba vivas a la muerte. Esta España que ha heredado el conformismo y la sumisión, el miedo y la autocomplacencia, el horror a la crítica, la pasión por lo intrascendente, y que se queda ensimismada mirando las musarañas de una democracia que llegó en una lata de conserva.
Hay muchas españas latentes en esta España que se encoge hoy de rubor, que se queda tiesa, que pasa hambre, frío y pena, que tiende una mano a la caridad mientras con la otra juega a la lotería. Ni el paro, ni la pobreza, ni siquiera el hambre han logrado las movilizaciones que han provocado algunos goles. Y ahora, cuando en Burgos se encienden algunas hogueras, muchos miran hacia ese barrio de Gamonal, quizá con el deseo de que se prenda la mecha de la crispación en un país que languidece en su tradicional autocompasión e inapetencia reivindicativa.
No tengo alma de bombero, ni la intencionalidad pendenciera de un vulgar aguafiestas, pero no creo que la revolución vaya a comenzar por el enfado de unos vecinos indignados por perder unas plazas de aparcamiento para sus vehículos. Creo, más bien, que se trata de una metáfora, y que ése no es más que el bulevar de una España de anestesias y ronquidos que deambula perdida en un laberinto repleto de trampas.
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