Diario de un resentido social

Semana del 10 al 16 de marzo de 2003

 

Reivindicación de la tricolor

La bandera de la monarquía española tuvo su razón de ser. La idearon así, con esos colores tan chillones, para que fuera fácilmente identificable cuando la enarbolaran los barcos patrios por los siete mares. Hasta aquel momento, la enseña que llevaban en el mástil era blanca, y sólo se distinguía de la de otros reinos por el escudo. Pero el escudo sólo podía verse acercándose bastante. Demasiado, a veces.

Con esa tremenda combinación de rojos y amarillo el problema, qué duda cabe, quedó resuelto.

Tomaron la misma opción pragmática que Barcelona con los taxis: irán pintados todo lo feamente que se quiera, pero es imposible confundirlos con coches particulares.

Ayer me di cuenta de que esa utilidad originaria de la bandera bicolor ha desaparecido. No porque las embarcaciones ya no la necesiten –que desde luego que no–, sino porque no permite distinguir nada. Ni siquiera a alguien que interviene en representación de España en una competición deportiva. Aproveché una pausa de trabajo para encender la televisión –suelo parar cada hora, más o menos, para estirar las piernas o hacer cualquier otra cosa que me relaje– y recalé en el canal Eurosport. Transmitía una carrera pedestre en la que se suponía que intervenía una muchacha española. Traté de identificarla por la vestimenta, pero no hubo manera: los colores que llevaba se confundían con los exhibidos por las representantes de varios países más. Al final me entró la duda: ¿corría una española o cuatro? ¿O eran cuatro rusas?

Estoy seguro de que, si la chica hubiera llevado una camiseta roja, amarilla y morada, habría resultado inconfundible.

Deberíamos exigir ese retoque en la indumentaria deportiva.

Ya me doy cuenta de que es un argumento un tanto oblicuo para reclamar el cambio de bandera. Pero ahora se llevan mucho los métodos oblicuos. Ahí tienen ustedes a Berlusconi dejando regresar a los Saboya por el flanco sur. O al rey Simeón, que se presentó a unas elecciones.

Aplicando el método directamente inverso, a lo mejor conseguimos nosotros ir sustituyendo las cosas de la monarquía por las de la República –así, como quien no quiere la cosa, alegando razones de pragmatismo– y conseguimos al final que el personal acabe dándose cuenta de que la monarquía no sirve para nada.

Para nada bueno, quiero decir.

 

(16 de marzo de 2003)

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Su propia medicina

Se desesperan los dirigentes del PP por el simplismo de los argumentos pacifistas que algunos les oponen. Los hay que dejan ver su irritación hasta extremos de cómica trasparencia. ¡Como si ellos no quisieran también la paz! ¡Como si ellos disfrutaran con la idea de matar civiles iraquíes!

No les falta un punto de razón en sus quejas.

Es la suya una razón parcial y mínima, pero razón, al fin y al cabo. Es verdad que, de aplicar al pie de la letra los argumentos que algunos están esgrimiendo contra ellos, deberíamos condenar sin sombra de duda, por ejemplo, a los que cometieron el tremendo error de alzarse en armas contra el III Reich. Gente nada pacifista, obviamente.

Acabo de escuchar en las noticias de Radio Alicante a un menda que justificaba su participación en el paro de ayer diciendo: «Es que yo estoy contra todas las guerras, sean las que sean».

Así, desde luego, uno no se complica nada la vida. Ahora bien: como tontería apenas tiene rival.

Pero los cabecillas del PP no tienen excusa. Están recibiendo sólo lo que han ido sembrando durante años. Lo que han sembrado para justificar su intervención en varios conflictos, incluyendo el último de la ex Yugoslavia. La lógica que ellos han propalado para pintar con los peores colores a algunos de sus enemigos políticos, muy especialmente a los nacionalistas periféricos.

Han llenado el panorama político de simplezas a troche y moche, de caricaturas a gogó, de argumentos de cartón piedra. Y ahora les toca tragar su propia medicina.

Que comprueben lo mal que sabe.

 

(15 de marzo de 2003)

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Se han pasado mucho

¿Cómo explicar la amplitud del movimiento de oposición que ha tomado cuerpo en los últimos meses? Mucha gente se lo pregunta. Cuando voy de palique por esos mundos de Dios, alguna me lo pregunta.

Respondo: no hay una sola razón. Han confluido bastantes, y muy diversas.

En todo caso, una de ellas es sin duda la creciente irritación que ha provocado en la ciudadanía la evidencia de que los gobernantes estaban dando por hecho que las tragaderas populares lo toleraban todo, por incongruente y disparatado que resultara, siempre que apareciera revestido con los solemnes atributos de la autoridad.

Se habían acostumbrado a dar explicaciones cada vez más simplonas, o más traídas por los pelos. Y, como parecía que la inmensa mayoría las aceptaba sin rechistar, ¿para qué iban a esforzarse? Al contrario: todo les incitababa a insitir en esa línea, yendo a más y  más (quiero decir: a menos y menos).

Tanto han estirado de la cuerda de la credulidad que han acabado por romperla.

Por ejemplo: es excesivo pretender que la gente se crea que los dirigentes de los Estados Unidos de América sienten una intensa angustia por las violaciones de los Derechos Humanos en Irak, cuando ellos mismos han sido capaces de declarar, con la apoyatura judicial correspondiente –¡que no falte!–, que los detenidos de Guantánamo carecen de cualquier derecho, incluidos aquellos que la propia Declaración Universal de Derechos Humanos reconoce a todo individuo por el mero hecho de pertenecer a la raza humana. No les permiten reclamar nada, y mucho menos que nada el elementalísmo derecho a que se les acuse de algo y se les juzgue por ello o, en caso contrario, se les ponga en libertad.

 Resulta también de auténtico bochorno –no por él, sino por nosotros mismos: ¿qué habremos hecho para merecérnoslo?– escuchar al procónsul de Bush en la Marca Hispánica, (a) José María Aznar, repetir hasta la saciedad, como si llevera la tecla de replay clavada en la glotis, que algo hay que hacer para poner fin a la masacre que está sufriendo el pueblo kurdo, fingiendo no saber: a) que Sadam Husein hace tiempo que no está en condiciones de hostigar a los kurdos, porque las Fuerzas Armadas de los EUA tienen la zona bajo su supervisión; y b) que el pueblo kurdo no sólo ha sido masacrado desde Irak, sino también desde Turquía, cuyo gobierno se ha servido para tan deleznable tarea de algunas armas que alegremente le ha ido vendiendo a buen precio el Estado español. Aviones fabricados por CASA, por ejemplo. ( Dicho sea de paso: ¿de cuándo a aquí esa preocupación de Aznar por las minorías étnicas sin Estado? ¿No tiene nada que decir sobre los saharauis, y sobre los bereberes, y sobre los indígenas de México... y... y...?).

No se trata de una flojera discursiva circunstancial, fruto de la insuperable dificultad de justificar lo injustificable. Es una muestra del modo en que lo encaran todo, desde el disparate múltiple del Prestige al tren de presunta alta velocidad Madrid-Lleida, pasando por Zaragoza y el Ebro. Y no es sólo cosa del Gobierno, sino una epidemia que se ha extendido cual reguero de pólvora por las meninges del conjunto de la casta dominante. Porque ¿cómo explicar, si no, el disparate del Tribunal Supremo, que ha justificado la concesión de una medalla pensionada a los despojos del torturador Melitón Manzanas arguyendo que, como ETA lo mató, no tuvo la posibilidad de reconvertirse en demócrata? ¡Ay, qué penita que Hitler no viviera tampoco lo suficiente para rehacer su vida y, sacando partido de su inimitable experiencia, trabajar como directivo de Gas Natural! Seguro que Manzanas habría fundado la oenegé Electrodos Sin Fronteras.

Se han pasado mucho. En demasiadas cosas. Demasiadas veces. Y demasiados a la vez.

De acuerdo con que alguna gente no es precisamente un prodigio de perspicacia. Pero la han sometido a pruebas excesivas. Y han acabando cabreando a muchos que –a diferencia de otros, que ya tenemos una larga experiencia en la materia– aún no se habían dado cuenta de que son una banda de estafadores de mucho cuidado.

 

(14 de marzo de 2003)

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Ni a la de 2003

El camarero de la populosa cafetería escenifica lo que parece una contradicción total. Bajito, moreno, peinado con fijador al modo horizontal –una de las formas más rotundas que hay de demostrar que uno es calvo y que lo lleva fatal–, con una chaquetilla que fue probablemente blanca en su origen pero que ahora es obligado calificar de estampada, parece extraído del casting de cualquier película de aquellas que protagonizaban en los 50 Manolo Morán, Pepe Isbert, Gracita Morales y los Ozores. Celtibérico cien por cien. De un cutrerío químicamente puro. Sin embargo, se maneja con una soltura impresionante ante la pantalla táctil del ordenador en el que anota las comandas y fija su importe.

Ya me metí bastante en su día con el 2001, odisea del espacio de Kubrick, por lo mal que se las arregló para precedir cómo sería el mundo al comienzo del siglo actual. Pero no toqué un aspecto en el que la crítica debe ser muy particularmente severa. Kubrick no sólo se equivocó en su predicción sobre el progreso material y el desarrollo tecnológico que se viviría en este tiempo, sino que dio por hecho además –y esto es lo peor– que el avance técnico-científico acarrearía una transformación cultural equivalente de los humanos.

Y qué va. Al frente de las máquinas más modernas del mundo actual podemos toparnos con individuos perfectamente zotes y rijosos, que hubieran podido vivir en el mundo de hace medio siglo sin sentir necesidad de emitir la menor crítica, no ya ideológica, sino incluso de pura urbanidad. O sanitaria.

Ayer vi en el guiñol de Canal + una escena satírica en la que aparecían los trasuntos de Bush y Aznar montados a caballo sobre un misil a punto de ser bombardeado, igual que en la escena final de Dr. Strangelove, otro gran filme de Kubrick. En aquella película –de los primeros 60, creo–, algunos mandos militares estadounidenses demostraban ser de una burrería nada conveniente, a la vista de la peligrosidad de las armas terribles que tenían en sus manos.

Pero lo peor es que han pasado cuatro décadas y ese tipo de gente sigue siendo por lo menos igual de burra.

Sólo que ahora tiene capacidad para matar más.

 

(13 de marzo de 2003)

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No sé / No contesto

Me toca intervenir esta mañana a las 8:30 en la tertulia del Boulevard Abierto, en la radio vasca. Según costumbre, me levanto pronto, pongo Radio Euskadi vía satélite y saco de Internet documentación sobre las noticias que es posible que comentemos. En Aigües, donde me he refugiado para trabajar durante toda la semana, todavía es noche cerrada, pero el cielo está repleto de estrellas y la temperatura es muy agradable. Se anuncia un día estupendo.

Así que emprendo el trabajo matinal con excelente ánimo.

Una de las noticias que más me llama la atención, dentro de las locales, se refiere a la investigación que está haciendo la Fiscalía Anticorrupción sobre el trabajo de la Inspección de Hacienda de la Diputación Foral de Vizcaya. Como se sabe, la recaudación fiscal, IRPF incluido, no está controlada en Euskadi por la Agencia Tributaria central, sino por los organismos forales.

A lo que parece, Anticorrupción no investiga un caso concreto, sino diversos. Se habla de una denuncia sobre posible trato de favor dado a un grupo de contribuyentes relativamente amplio.

De inmediato han empezado a expresarse opiniones. Los unos dicen que no les extraña nada; que estaban seguros de que la Diputación peneuvista barría para casa y beneficiaba a los suyos. Otros sostienen que se trata de otro episodio más del intento del PP de minar la preeminencia del PNV en la institución provincial, para el que se ha aprovechado de la falsa denuncia de un inspector pendenciero y resentido con sus jefes. Otros muestran su convencimiento de que se está intentando desprestigiar la autonomía fiscal vasca, caballo de batalla de muchos ultracentralistas españoles.

¿Y qué opino yo? Que ni idea. No sé nada sobre lo que ha podido hacer o dejar de hacer la Hacienda vizcaína, tampoco sé si es verdad o mentira lo que se cuenta sobre ese inspector al que se atribuye la denuncia y lo ignoro todo sobre las intenciones reales o supuestas de la Fiscalía Anticorrupción. Así que no opino. No sé / no contesto.

Son cosas que ocurren. Y, cuando ocurren, lo que tiene que hacer un comentarista político razonable –yo trato de serlo– es admitir directamente su ignorancia y mantenerse calladito.

Hay gente a la que esta actitud le molesta mucho. Recuerdo una situación muy parecida con la que me topé hace años, cuando estaba en la tertulia matinal de Onda Cero, con Luis del Olmo. Se hablaba también de un posible trato de favor, sólo que éste se atribuía a la Hacienda central y afectaba a diversos contribuyentes presuntamente amigos del PSOE. Del Olmo me preguntó: «¿Y tú, Ortiz, que opinas? ¿Ha habido trato de favor o no?». Y yo respondí lo de antes: que ni idea. «Pero algo te barruntarás, ¿no?», insistió él. Empecé a mosquearme: ¿y qué diablos puede interesarle a la audiencia lo que yo pueda olerme, si tendría que olérmelo, en todo caso, sin fundamento, sobre la simple base de que hay alguna gente que es capaz de eso y de más? «No, no me barrunto nada. Que se investigue a fondo y ya veremos», contesté. A lo que el veterano locutor replicó, con aire de evidente decepción: «Vale, que no quieres mojarte». ¡Que no quiero mojarme yo! ¡Pero si vivo empapado! Pero, si no sé, pues no sé, y asunto concluido.

Yo sé que soy un contertulio que no responde al perfil adecuado. El buen contertulio de las grandes cadenas radiofónicas españolas ha de cumplir ciertos requisitos: 1) Admitir la bobada ésa de que lo llamen «tertuliano»; 2) Tener opinión sobre absolutamente todo, sin excepción; 3) No ser realmente especialista en nada; 4) Hablar en voz muy alta, y 5) Interrumpir constantemente a los demás, a veces en tono admonitorio o incluso amenazante. Para mi desgracia, no cumplo ni uno solo de los cinco puntos, con la parcial excepción del 3.

Si a todos esos inconvenientes se le añade el no menor de que mis opiniones, encima, van constantemente contra corriente, ¿cómo podría extrañarme de que me den la espalda? Les entiendo perfectamente.

 

(12 de marzo de 2003)

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La «grandeur»

Se le seguía calificando sistemáticamente de neogaullista, pero parecía casi un apelativo ritual. Como quien llama neoliberalismo al modo en que mandan hoy en día los gobernantes de casi todos los países y que tiene tanto que ver con el genuino liberalismo político como un huevo con una castaña. O como quien llama socialistas a los Blair y compañía: porque son formalmente herederos de quienes llevaron el nombre con propiedad.

Lo de Jacques Chirac se ha demostrado diferente. Su reacción frente a la actitud impositiva de Bush ha recordado realmente el estilo del gaullismo cuyo legado se atribuye. Los más viejos del lugar hemos reconocido de inmediato el nacionalismo orgulloso del viejo Charles de Gaulle, que nunca admitió los intentos de la Casa Blanca de suplantar al Elíseo. «Los Estados Unidos son una gran nación con un poder inmenso. Francia no tiene tanto poder, pero es una nación tan importante como la que más, y nunca permitirá que nadie la trate con menosprecio o intente colocarla en un lugar secundario»:  ése fue el sentimiento que inspiró buena parte de los actos del general en la arena internacional. En nombre de «la grandeza de Francia» dedicó no pocos esfuerzos a construir un tercer polo de referencia y de poder entre Washington y Moscú en la época en que la pugna entre las dos superpotencias militares lo condicionaba todo.

La izquierda europea, unánime a la hora de repudiar la política interior radicalmente procapitalista del grand Charles, se mostró dividida ante su política exterior. La parte de la izquierda que no rendía culto de incondicionalidad a Moscú –en cuyas filas se encontraba este servidor de ustedes– se vio obligada a hacer complicados dibujos argumentales para tomar posición ante las vías que elegía el inquilino del palacio del Elíseo para hacer notar a las dos superpotencias su calidad de tercero en discordia. Muy en particular, ante los esfuerzos que destinó a dotar a la República Francesa de una force de frappe, esto es –y por decirlo sin eufemismos– de un poder nuclear que obligara a los demás a tomársela muy en serio. Estábamos en contra del armamento nuclear y de las pruebas que Francia realizaba para perfeccionar el suyo pero, a la vez, nos rebelábamos contra los intentos de soviéticos y norteamericanos de convertir el club nuclear en una sociedad de sólo dos miembros. No era fácil de explicar nuestra aparente ambigüedad ante el nacionalismo francés y hacia su empeño en ejercer de gran potencia. No lo era; puedo certificarlo.

Ahora vuelvo a experimentar esa sensación contradictoria ante la política exterior francesa. No tengo la más mínima duda de que Chirac es un reaccionario de tomo y lomo que está desmontando el amplio entramado de conquistas sociales que el pueblo francés logró ir tejiendo tras la II Guerra Mundial y, muy especialmente, tras las revueltas de 1968. Pero me merece respeto la energía con que se ha plantado ante Bush y le ha dicho, sobre poco más o menos: «No pienso dejarte actuar como si fueras el dueño del mundo», y no he podido dejar de mirar con simpatía la imperturbabilidad con la que ha soportado las nada diplomáticas amenazas de Washington.

Chirac es un francés nacionalista que se comporta como tal también de puertas afuera. Aznar, en cambio, es un nacionalista carpetovetónico que sólo demuestra su nacionalismo de puertas adentro, dedicándose a hacer la puñeta a quienes no encajan en su retrato-robot del buen español. De cara al exterior, cuando no es un lacayo de Bruselas es un lacayo de Washington.

Con Aznar, desde luego, no hay posibilidad de experimentar ninguna clase de sentimiento ambiguo.

 

(11 de marzo de 2003)

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Destrucción masiva

George W. Bush afirma que no le hace falta el respaldo de las Naciones Unidas para lanzar un ataque contra Irak porque los Estados Unidos de América han sido agredidos y el Derecho internacional concede al agredido el derecho a defenderse.

Vayamos por partes.

Primer punto: sólo puede apelar al derecho de legítima defensa quien está respondiendo a una agresión inmediata. Ningún tribunal consideraría legítima defensa que alguien que fue tiroteado por otro hace 18 meses fuera ahora a buscarlo y le pegara cuatro tiros.

Segundo: aparte de que la agresión se produjera tiempo ha, está el hecho de que nadie ha probado que quienes perpetraron los atentados del 11 de septiembre de 2001 actuaran por orden del régimen iraquí, o en connivencia con él. Antes al contrario, varios servicios de inteligencia occidentales –incluido el británico–  han suscrito informes en los que sostienen que Irak ni tuvo ni tiene ninguna relación con Al Qaeda.

Tercero: la pretendida autodefensa de Washington no sólo se produce muy fuera de plazo y contra quien no procede, sino que ni siquiera tiene relación alguna con la agresión en la que se escuda. Y ése es el asunto principal.

Si el Gobierno de los Estados Unidos de América tuviera alguna razón para temer algo de Irak, y si esa razón tuviera algo que ver con los atentados del 11-S, carecería de sentido que perdiera el tiempo persiguiendo las presuntas armas de destrucción masiva de Sadam Husein. Porque las únicas armas de destrucción masiva que intervinieron el 11-S fueron aviones de pasajeros fabricados por compañías aéreas de los EUA. Aviones que fueron secuestrados con artilugios que, por no ser, ni siquiera eran armas en sentido estricto. Uno puede amenazar muy seriamente la yugular de una azafata o de un piloto con un cortatramas (un cutter, que se dice ahora), pero lo mismo podría hacerlo con una cuchara suficientemente afilada, o con la tapa que cierra el desagüe del WC del avión, fácilmente convertible en cortante con una piedra de pulir que, no siendo metálica, puede subirse sin problemas a cualquier aeronave o tren comercial.

El arma de destrucción masiva más tremenda que ha generado y seguirá generando la Humanidad –mientras subsista– se compone de dos elementos tan simples como devastadores: la astucia y la sed de venganza. 

Y esa mezcla no la van a localizar en ningún almacén iraquí, terrestre o subterráneo. Volverán a encontrársela una y otra vez, pero no en Bagdad, sino en pleno centro de Nueva York, o de Los Ángeles. Porque la van provocando constantemente y en masa ellos mismos con su prepotencia y su ambición sin límites.

¿Por qué no quieren verlo? La mayor fábrica mundial de armas de destrucción masiva está en la Casa Blanca.

 

(10 de marzo de 2003)

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