Los dirigentes del PP insisten en ello una y otra vez: no hay que mirar para atrás, no hay que revisar la Historia, no hay que remover el pasado. ¿A cuento de qué esa obsesión olvidadiza? Carecería de sentido, si no tuvieran nada que ocultar.
Ése es el punto clave: que tienen mucho que ocultar.
Y lo demuestran a diario. Lo demuestran, para empezar, resistiéndose como fieras a que se anulen los símbolos franquistas de las calles y plazas de las ciudades y pueblos que gobiernan. Se ponen como basiliscos cuando se topan con una calle vasca dedicada, por ejemplo, a Txiki y Otaegi, fusilados ignominiosamente por Franco tras una farsa de juicio, pero hacen como que ni se enteran cuando pasean por calles dedicadas a los Caídos de la División Azul, a José Antonio Primo de Rivera, a los Héroes del Baleares o al almirante Carrero Blanco, como pudimos ver hace pocos días en Santoña en ocasión bien triste.
Lo primero que uno sospecha es que protegen su pasado. El de ellos o el de sus inmediatos ancestros. La hipótesis tiene sentido, porque algunas de las fortunas de las que disfruta la más encumbrada derecha española de hoy provienen de expropiaciones inicuas que, caso de revisarse, podrían dejar a más de uno (y a más de ciento) con una mano delante y otra detrás. Podría sucederle algo de eso incluso al propio Estado español, que ha heredado de su antecesor franquista propiedades robadas con apoyo del nazi-fascismo, caso del Instituto Cervantes de París, que ocupa un edificio que birlaron por la cara a sus legítimos dueños.
Tienen la suerte de que el juez Baltasar Garzón haya decidido que la barbarie de las huestes de Francisco Franco sólo debe investigarse hasta 1952. En ese año, el vistoso magistrado de la Audiencia Nacional ha decidido que debe ponerse punto y final. ¿Por qué? ¿No hubo crímenes después de esa fecha? Vaya que sí. Hasta 1976, por lo menos, que me conste. Pero se ve que al problemático juez se le planteaba un problema: de tomar como referencia el inicio de la Transición, se descubriría que bastantes responsables de fechorías infames siguen vivos. Y tendría que procesarlos. Cosa antipática, porque alguno va de solemne prócer constituyente –decrépito, pero constituyente–, y algún otro, de cuyo nombre no quiero acordarme, ocupa un puesto de alta responsabilidad en cierto consejo de administración de alto copete, con mando a distancia. Supongo que Garzón, para variar, prefiere no confundir la estética con la ética.
Pero el hilo conductor de las aversiones históricas del PP no enlaza sólo con el pasado. Apunta también al presente, e incluso al futuro. En España sigue existiendo un electorado netamente franquista, que considera que lo que nos pasa a los rojos y separatistas que todavía seguimos vivos es que estamos mal rematados. Y el PP necesita de los votos de toda esa gente, que es mucha, para volver al poder.
No creo que Mariano Rajoy adore a ese sector de su base social y electoral. Me da que su escepticismo existencial lo distancia de sentimientos tan sanguinarios y viscerales. Lo veo de natural más dubitativo y pausado. Pero sus aspiraciones políticas dependen de la fauna franquista residual, y tiene a demasiados conocidos involucrados en las pendencias de la dictadura, por activa y por pasiva. Imaginad que se hiciera un repaso a fondo de las veteranas directivas provinciales del PP de toda España, para ver qué camposantos contribuyeron a llenar en sus tiempos de falangistas y de dónde han sacado lo tanto como destacan.
El pasado es una losa que muchos
vivos cargan sobre sus espaldas.
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(Aparecido en Noticias de Gipuzkoa el 19 de octubre de 2008. Puede verse la versión del propio periódico pinchando en este enlace)
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