Jueves 23 de enero. Conduzco desde Aigües hacia Barcelona, donde me toca participar por la noche en una mesa redonda sobre Palestina. Me avisan de que a las 3 de la tarde me van a telefonear de Catalunya Ràdio/Cultura para hacerme una entrevista.
Decido salirme de la autopista a la altura de Sitges, para comer algo y esperar la llamada.
El tiempo es magnífico. En el paseo marítimo apenas hay nada abierto. Encuentro una terraza de restaurante. Da el sol de lleno, pero no molesta. Se oye el rumor de las olas que acarician la playa vacía.
Pido una ensalada, un bogavante a la plancha –el precio es sospechoso, de puro tentador– y media de blanco. Sorpresa: todo está bueno.
Aparece un guitarrista ambulante. Tuerzo el gesto. Sin razón. Toca unas piezas quedas, hace un simpático popurrí de Albéniz y Granados... Cuando pasa la gorra, le digo si tendría la gentileza de evocarme los Recuerdos de la Alhambra, del maestro Tárrega. «No es sencilla», me sonríe. «Ya lo sé. Y menos de pie», le apoyo. La amaga: es una catarata de luz y sonido; una de las piezas para guitarra más bellas que jamás se hayan compuesto.
Lo hace bastante bien. Es un momento delicioso.
Entretanto, un par de mesas más allá se ha sentado un chaval de aspecto doblemente inconfundible: magrebí y pobre. Pide una ensalada (de la que da buena cuenta), una paella (de la que sólo deja la sartén, y perdón por el juego de palabras) y se bebe sus buenos tres cuartos de vino de marca. Añade postre y café. Todo visto y no visto.
Al rato le pasan la cuenta. Monta en cólera.
–¡Esto es carísimo!
El camarero, que no quiere levantar la voz, le musita:
–Los precios están en la carta...
–¡Sí! –vuelve el otro a la carga–. Pero la ensalada estaba mal cortada. ¡Trozos muy grandes! ¡Y yo no he pedido una paella para mí solo, sino un plato de paella!
El camarero insiste en su línea musitante:
–Si el caballero se hubiera quejado en el momento... Pero se lo ha comido todo sin objetar nada...
–¡Da igual! –corta el otro– ¡De todos modos, no puedo pagarlo! ¡Esto es todo lo que tengo!
Y planta dos monedas de dos euros sobre la mesa.
El camarero –siempre con el mismo tono de confesionario– no se aparta de su aire persuasivo. Pese a que no está a más de dos metros, apenas le oigo cosas sueltas: «...avisar a la policía...», «...al menos 10 euros más...», «...tiene usted que entender...».
Al final se harta y pasa directamente al tuteo:
–Anda, pues déjame en paz y lárgate.
El otro –objetivo logrado– sonríe, se levanta y se va tan ricamente.
El camarero mira desolado al infinito.
–Sabía yo que íbamos a tener problemas –me dice.
–Hu, hu –le respondo.
–Pero tampoco puedes rechazar a nadie por la pinta...
–¡Uh, uh! –le contesto.
–Lo mismo podía ser un trabajador de la obra de aquí atrás, que acababa de cobrar y quería darse un relajo...
–¡Ajá! –remato.
–Pues me ha jodido –suspira–. A ver cómo le cuento yo al encargado que le he dejado ir sin pagar.
–Sí. Ésa es otra –le digo, por decir algo.
Pero ya me están llamando de la radio.
Así que me voy con el móvil a la orilla, para hablar de Palestina. Y dejo al camarero con su sonrisa amarga y melancólica.
Pobrecillo.
Ya nada es fácil.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (25 de enero de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 23 de enero de 2010.
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