¿Qué sentido tiene la sangrienta ofensiva que ETA ha emprendido contra profesionales de la comunicación desde el fin de la tregua?
Desde criterios de racionalidad y de respeto a la libertad, desde luego que ninguno. Desde su concepción de la realidad, bastante.
Responde a su particularísima idea de la lucha por la liberación nacional.
Trataré de explicar en qué sentido lo digo.
Por anonadantemente concretas que sean las acciones de ETA, su concepción de la realidad es pasmosamente abstracta.
ETA considera que su enemigo es el Estado español (y, teóricamente, también el francés, aunque esto último procure no demostrarlo gran cosa).
Pero, a diferencia de los postulados clásicos de la izquierda sobre el Estado -que ETA asumió durante decenios-, los que actualmente hace suyos no centran su punto de mira en los aparatos coercitivos dedicados de modo profesional al mantenimiento del orden constituido -en lo fundamental: el ejército, la policía y sus mandos políticos-, sino que abarca por igual, sin matiz ni distinción alguna, a todo aquel que, a su juicio, contribuya al mantenimiento de ese orden.
A partir de lo cual, la práctica totalidad de la población española -incluida la gran mayoría de la vasca- puede ser tranquilamente considerada como parte del entramado del Estado o, al menos, de su entorno: quien defiende la continuidad del Estado español trabaja objetivamente para él, y quien trabaja para él, es parte de él. Lo que lo convierte automáticamente en enemigo. Y ya se sabe lo que ocurre con el enemigo en las guerras.
Es todo delirante. Desde el principio, porque aquí no hay ninguna guerra, hecho que convierte en ociosa incluso la exigencia de que se respete a la población civil (un error en el que incurren inconscientemente quienes se empeñan en hablar de las «víctimas inocentes» de ETA, como si las hubiera culpables).
Pero es así como lo ve la organización terrorista y como trata de justificarlo.
Definir un enemigo tan amplio le facilita enormemente la elección de objetivos. Puede serlo cualquiera: desde el cartero que sirve al opresor llevándole paquetes -si le estalla la carta bomba, la culpa es suya: que se hubiera dedicado a otra cosa- hasta el que cocina para los ocupantes.
Pero, como la mies es mucha y los obreros son pocos, ETA selecciona sus objetivos, tratando de lograr la mayor eficacia con el menor coste posible para ella misma. Esa es la razón por la que empezó a cebarse en los concejales del PP y el PSOE, y por la que ahora la ha emprendido contra los profesionales de los medios informativos que le molestan más (que son casi todos).
La elección como víctimas a los concejales del PP y del PSOE responde a esos criterios. Responde por el lado de la sencillez: es imposible que todos estén protegidos. Y responde también por el lado de la eficacia. Eficacia que ETA considera doble: porque, asesinando concejal tras concejal, espera amedrentar al conjunto del estamento político, y porque logra una elevada repercusión pública, lo cual confía en que empuje a la ciudadanía española al hartazgo. (No se olvide que ETA cifra sus esperanzas en que, al final, la opinión pública española acabe por tirar la toalla y exclame: «¡Pues que se hagan independientes y nos dejen en paz!» ).
Los profesionales de los medios informativos «del enemigo» ofrecemos un blanco y unas posibilidades semejantes. Probablemente no sea demasiado fácil para ETA, ya para estas alturas, atentar contra los más caracterizados, pero también la Prensa tiene sus equivalentes a los concejales de Durango y de Hernani. José Luis López de Lacalle era uno. Santiago Oleaga ha sido otro. ¡Hay tantos más!
Hasta cierto punto, lo extraño es lo que ha tardado en poner en práctica lo que estaba implícito ya desde 1991, cuando acuñó la expresión «alto mando periodístico-policial para Euskadi».
Es evidente que también en el caso de la Prensa, como en el de los concejales, confían en provocar una reacción de miedo en el conjunto del estamento afectado. El eco mediático va de suyo. Lo mismo que la ira hastiada de la opinión pública.
Hay quien cree ver en los tres últimos atentados de ETA -el que mutiló salvajemente a Gorka Landaburu, el fallido del miércoles contra un guardia jurado de Leioa y el fatídico de ayer contra Santiago Oleaga- una respuesta histérica de la organización terrorista al revés electoral que EH sufrió hace doce días.
No comparto esa opinión. Para empezar, ETA no demostró tener ningún interés en ayudar al éxito electoral de EH. El atentado de Zaragoza lo confirmó elocuentemente.
De hecho, fuimos varios los que señalamos la posibilidad de que tras el 13-M se produjera una oleada de atentados terroristas. Por pura lógica. Sabíamos que, tras las elecciones, el PNV iba a abrir la mano al llamado «frente constitucionalista». Y que era probable que ese gesto encontrara cierta respuesta positiva, inicialmente en el PSOE, después tal vez en el propio PP, y que empezara a tenderse un puente sobre el abismo anterior.
A partir de lo cual, sólo faltaba sumar dos y dos para llegar a la conclusión de que ETA querría dinamitar ese puente, tan desfavorable a los intereses del soberanismo excluyente. ¿Y qué mejor modo de dinamitarlo que crear las condiciones para que el «frente constitucionalista» vuelva a enfrentarse con el PNV, acusándolo de tibieza, si es que no, directamente, de complicidad con el terrorismo?
Concluyo mi razonamiento: la respuesta más eficaz a los atentados de ETA pasa por no caer en su trampa y reforzar los pilares de ese puente. Porque la paz habrá de pasar por él.
Javier Ortiz. El Mundo (25 de mayo de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 27 de mayo de 2012.
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