No caeré en la tentación de afirmar que es lo más repugnante de todo. Porque todo es igual de repugnante. Asesinar es repugnante, torturar es repugnante, secuestrar es repugnante. Y mandar que se asesine, que se torture y se secuestre, y pagar para que se haga, es también, sin duda, infinitamente repugnante.
Pero luego está la cobardía. La cobardía es un agravante. Tal vez no jurídica. Sí moral. Personal.
Los jefes militares del 23-F se presentaron ante el tribunal y, sin pestañear, declararon, señalando a sus subordinados: «Fue solo cosa nuestra. Dejen en paz a todos ésos. Se limitaron a cumplir nuestras órdenes». Y apencaron con todas las consecuencias.
No fueron menos fascistas por ello. Ni menos antidemócratas. Se limitaron a demostrar -o a fingir, qué más da- que habían actuado movidos por convicciones. Por un asco de convicciones, vistas desde las mías. Pero convicciones. Entre esas convicciones, ésa elemental: ellos habían embarcado a otros y no podían dejarlos tirados. En los galones -en el reconocimiento, en el sueldo- va incluido eso: el que manda tiene que dar la cara por lo que hacen los suyos.
De todos los ya procesados por los crímenes de los GAL, aquel que siempre me ha producido una aversión más honda e instintiva es Ricardo García Damborenea. Pero, a la altura de hoy, he de reconocer que ha sido, con mucho, el más coherente. No ha pretendido lavarse las manos en la cara de otros. «¡Hace apología del terrorismo!», le gritan sus excompañeros. Ellos no. Ellos solo hacen terrorismo. Sin apología.
El espectáculo que están dando los verdaderos responsables de los GAL -los que tuvieron la idea, los que ordenaron, los que pusieron el dinero, los que señalaron los objetivos- es realmente abyecto. Solo defienden a los que tienen por debajo en la medida en que les sirven de parapeto. En el mismo momento en que abren la boca, pasan de muy honorables presuntos inocentes a bichos intolerables con los que ellos nunca han tenido nada que ver, y con los que solo hablaron -y muy poco, y del tiempo- una vez que coincidieron casualmente en una procesión de Semana Santa.
Sus mentores dicen que lo hacen «por el bien del Estado». Y tal vez sea verdad, si es que el Estado son ellos, como sin duda creen.
En todo caso, es seguro que no lo hacen por ningún otro bien. No por el de la libertad, en la que no creen: ahí está la libertad de García Goena, la de Segundo Marey, la de Lasa y Zabala y la de Zabalza. Tampoco por el de la democracia: qué gobierno del pueblo puede ser ése que primero fabrica la Ley y luego, cuando la Ley le estorba, se la carga a tiros.
Solo ellos -¿él?- son su bien. Y lo defienden con uñas y dientes. Contra los suyos mismos. Contra sus hermanos, si hace falta. Aunque al crimen deban añadir la traición.
Javier Ortiz. El Mundo (23 de agosto de 1995). Subido a "Desde Jamaica" el 28 de agosto de 2011.
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